27 de febrero de 2015

¡No es negociable!

Evangelio según San Mateo 5,20-26. 


Jesús dijo a sus discípulos:
Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.
Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal.
Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego.
Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti,
deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso.
Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo. 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Mateo, como Jesús –nuevamente- interpreta y le da su verdadero sentido a la Ley de Moisés. Eso, que puede parecernos que no es importante, en realidad denota la verdadera naturaleza del Hijo de Dios; porque en aquel tiempo, en el que se esperaba la llegada del Mesías, anunciada específicamente por la Escritura, se daba como una de las principales características del Enviado divino, la capacidad de explicar y analizar –de forma definitiva- el contenido de la Legislación mosaica. Por eso el escritor sagrado desarrolla el texto, para que podamos apreciar que el Señor desborda esa función y, situándose al mismo nivel que el Padre, La ilumina y La perfecciona. Es decir, que La interioriza para que, de una vez por todas, entendamos que Él no ha venido a anular los preceptos establecidos, sino que los asienta en las bases que les corresponden, para poder edificar el Reino de Dios: y que no son otros que el Amor y la Caridad.

  Jesús insiste en que cumplir los Mandamientos, no puede ser nunca un compromiso formal, sujeto y encorsetado a la norma y a la letra; sino el deseo de agradar al Señor, que mueve al corazón desde la intención, para hacer felices a nuestros hermanos. Es esa grandeza del alma que se consigue cuando nuestra felicidad está supeditada a la felicidad de los otros. Y el Maestro, para que no erremos en nuestras actuaciones –con las que rendiremos cuentas el día de nuestra muerte, a su Persona- nos trae a colación esas tres faltas que, de una forma soslayada, contribuyen a nuestra perdición. Ya que los hombres no nos damos cuenta, o mejor dicho, no le damos importancia, a esa irritación interna que comienza como una afrenta y termina en un ataque de ira; donde no sólo insultamos a nuestro hermano, sino que intentamos agredirle verbalmente y le perdemos toda  consideración. Por eso, dar cabida en nuestro interior al odio silencioso pero corrosivo, o al rencor, desemboca siempre de forma inevitable en la murmuración, los comentarios, las injurias y las calumnias. Situaciones que van dirigidas directamente, a herir a las personas en cuestión.

  Jesús nos advierte que ese sentimiento, que nace del orgullo y de la soberbia, debe ser erradicado de nuestro corazón, desde el mismo momento en el que tomamos conciencia de su presencia. Porque no hay nada que nos separe más de Dios, que esa sensación de violencia que fluye de nuestro interior. Es imposible formar parte del Padre, como hijos suyos en Cristo, si el amor no es la manifestación de nuestro existir. Si no conseguimos detener la chispa de la ofensa que se nos ha infringido –o que así nos lo ha parecido- porque de no hacerlo, se convertirá en un incendio imposible de dominar con nuestros únicos medios. Por eso el Señor nos llama desde el Sacramento de la Penitencia, para recurrir a su perdón y su auxilio, y fortalecidos en su Persona someter a los impulsos del mal, recuperando la cordura.

  No podemos ceder a esa ganancia de Satanás, que envenena nuestra alma de odio y miseria; porque así Caín mató a su hermano Abel y los hijos de Jacob, intentaron terminar con la vida de su hermano José. Ni la propia sangre está libre de ese sentimiento asesino que destroza al ser humano; y no os justifiquéis diciendo que vosotros no serías capaces de matar a alguien, cuando después con nuestras palabras –o simplemente consintiendo con nuestra presencia- asentimos en que se le quite la honra a una persona, que no tiene ninguna oportunidad de defenderse, cuando su dignidad es su más preciado tesoro. El ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios; y, por ello, merece un respeto y una veneración. Si no estamos de acuerdo con sus opiniones o, simplemente, no despiertan en nosotros ninguna simpatía, hemos de tratarles, mínimamente, con la deferencia y la corrección debida.


  No dejemos que crezca esa semilla de intolerancia, que el diablo sembró con el pecado original; más bien trabajemos la tierra de nuestra alma, para que el Maestro arranque las malas hierbas y sólo permita que germine la simiente de la fe. Luchemos por adquirir las virtudes que, con una repetición de actos buenos, conseguirán que seamos pacientes, humildes, comprensivos y dispuestos a perdonar, discernir y ser magnánimos en el amor. El Señor nos asegura que, sin ninguna duda, deberemos rendir cuentas ante el Sagrado Juez, de nuestras actitudes en referencia a los demás ¡Y eso no será negociable!