19 de febrero de 2015

¡En qué momento...cediste!

Evangelio según San Lucas 9,22-25. 


Jesús dijo a sus discípulos:
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".
Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida? 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas, es como la otra cara de una misma moneda: en una, Jesús se ha presentado como el Mesías prometido cuyo destino para Él y para todos aquellos que son fieles a su Palabra, es la Gloria. Pero en la otra, nos indica que su misión pasa por el dolor de la crucifixión; y que, consecuentemente, todos los que quieran compartir a su lado el gozo, compartirán de alguna manera, su sufrimiento.

  El Maestro, porque ama de verdad, quiere que estemos a su lado teniendo conocimiento pleno de todo aquello que puede suceder; porque sólo así podremos ejercer nuestra libertad y decidir –entregando el corazón- si permanecemos al lado del Señor, conscientes de las consecuencias de nuestra determinación. Por eso el Señor no se anda con “menudancias”, al describir los episodios que tendrán lugar próximamente. Esa Pasión en la que a Jesús no se le va a evitar nada: será rechazado por su pueblo; abandonado por los que le siguen; humillado, vilipendiado y masacrado a golpes por los soldados; obligado a arrastrar un madero, cuyo peso en sus hombros destrozados le empujará a un suelo adoquinado, que quebrará sus rodillas. Y todo eso, para terminar crucificado como un delincuente, ante los gritos insidiosos y burlescos de la turbamulta.

  Pues bien, ante toda esta exposición implícita en el contenido de sus palabras, Cristo nos pide hoy a nosotros, que estemos dispuestos a seguir sus pasos. Que tengamos el valor –si se nos pide- de aceptar el destino de todo cristiano que pasa, inexorablemente, por la aflicción. Porque la diferencia entre aquellos que padecen malos momentos y nosotros, cuando estamos en sus mismas circunstancias, es que a nosotros se nos reclama que esos malos momentos sean aceptados y asumidos, como venidos de la mano de Dios. Que tengamos el convencimiento de que ese dolor que el Padre permite, es camino para obtener la salvación y, por tanto, una ganancia personal. El propio Dios, que es Amor, envió a su Hijo a padecer aquí en la tierra, para alcanzarnos la Gloria de la Resurrección. Mostrando a los hombres que, compartir con Él el sufrimiento, es la manera en la que le demostramos al Padre, que estamos preparados para compartir a Su lado, el Cielo.

  Por la Revelación sabemos, que el dolor es fruto del pecado; y que todo el género humano está sujeto a él. Pero el estar dispuestos –por amor- a padecerlo con alegría, entrega y total disposición a los planes divinos, es lo que marca la verdadera diferencia entre el ser y el estar. No “estamos” en la Iglesia por costumbre, ni por conveniencia; sino porque “somos” Iglesia. Y, por ello, participamos del Cuerpo de Cristo; compartiendo el dolor de la Pasión y de la Crucifixión. Pero hemos de tener claro que aceptarlo, es un acto de la voluntad, y que ésta sólo se fortalece, cuando se encuentra al lado de Jesús, a través de los Sacramentos.

  El Señor nos pide la renuncia libre, de nosotros mismos; y la mortificación de nuestros sentidos. Indicándonos que la vida debe ser un desapego, para estar dispuestos a entregarla. Actitud que no está reñida con valorar y disfrutar los dones que Dios nos da; sino no tenerlos como propios, y estar preparados para renunciar a ellos en cualquier ocasión. Tal vez a unos les pida la salud; a otros, la familia; a algunos, la seguridad económica; pero a todos los cristianos, por el hecho de serlo, se nos exigirá que estemos prestos para aceptar el “querer” de Dios, aunque no lo entendamos.

  Sin embargo, Jesús nos anima a vivir esta disposición, porque tras la prueba –que puede ser dura, o no- está la Resurrección gloriosa. Ese Cielo donde “ni ojo vio, ni oído oyó” lo que Dios tiene preparado para aquellos que han sido fieles a su mensaje. De ahí que, como en un parto, el dolor se convierta en gozo al contemplar el resultado: porque tras esta vida, nos espera la Vida eterna, al lado del Todopoderoso.

  Parece que el Señor, en sus últimas palabras del texto, habla a todos aquellos padres que han olvidado su responsabilidad como educadores cristianos. Luchando por hacer de sus hijos los mejores profesionales, y obviando esa formación en la fe y las virtudes, que les permitirá alcanzar el verdadero sentido de la existencia y, con ello, la auténtica Felicidad. Han olvidado que los pequeños aprenden con el buen ejemplo, y se fortalecen con nuestras oraciones; permitiendo al educar en valores, que el Espíritu ilumine la oscuridad que el pecado sembró en su interior. Por eso el Señor nos mueve a meditar pausadamente la respuesta, cuando nos hace esa pregunta: “¿De qué le servirá al hombre haber ganado el mundo entero, si se destruye a sí mismo o se pierde?”


  Hemos de tener claro, si somos cristianos coherentes, las prioridades divinas que deben regir nuestra vida. Y ser fieles a ellas, imprimiéndolas, no sólo en nuestro corazón, sino en el corazón de aquellos a los que amamos. Porque todos deseamos para los nuestros, lo mejor; y para los bautizados, no hay nada mejor que la fe y la vida sacramental, en Cristo. Si esto no es así, tal vez ha llegado la hora de que hagas un examen de conciencia y, enfrentándote a tu realidad espiritual, te preguntes en qué momento cediste a la tentación diabólica de la relatividad, y bajaste la guardia de tu responsabilidad con Dios. En qué momento olvidaste que, a veces, hay que sacrificar lo bueno, por alcanzar lo sublime ¡En que momento…!