6 de febrero de 2015

¡Di basta!



Evangelio según San Marcos 6,14-29.


El rey Herodes oyó hablar de Jesús, porque su fama se había extendido por todas partes. Algunos decían: "Juan el Bautista ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos:
Otros afirmaban: "Es Elías". Y otros: "Es un profeta como los antiguos".
Pero Herodes, al oír todo esto, decía: "Este hombre es Juan, a quien yo mandé decapitar y que ha resucitado".
Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado.
Porque Juan decía a Herodes: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano".
Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía,
porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto.
Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea.
La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: "Pídeme lo que quieras y te lo daré".
Y le aseguró bajo juramento: "Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".
Ella fue a preguntar a su madre: "¿Qué debo pedirle?". "La cabeza de Juan el Bautista", respondió esta.
La joven volvió rápidamente a donde estaba el rey y le hizo este pedido: "Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".
El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla.
En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan.
El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre.
Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron
.

COMENTARIO:

  Ante todo podemos observar en éste Evangelio de san Marcos, como todas aquellas gentes que habían oído y conocido a Jesús de Nazaret, se preguntaban sobre su verdadera identidad. Sabían que ese Hombre que hablaba con ellos y que les recriminaba su actitud, llamándoles a una conversión del corazón, escondía una realidad que le trascendía. El propio Herodes, sumido en el remordimiento, se cuestionó si Cristo era el profeta Elías, o bien si había regresado en Él, Juan el Bautista, al que había mandado decapitar.

  El Señor no se esconde ante nadie, y delante de todos ha dado testimonio de su Persona. Y, a pesar de que todos se han maravillado ante sus milagros, nadie se atreve a reconocerlo como el Hijo de Dios; como el Mesías prometido. Solamente ante la pregunta directa del Maestro a sus apóstoles: “Y vosotros ¿quién decís que Soy?”, asentirán con la Verdad y reconocerán que se encuentran ante el Cristo. Y eso es debido a que enfrentarnos al auténtico sentido de la fe, equivale a asumir la entrega de nuestra voluntad, a la voluntad divina y adquirir la responsabilidad, en el Bautismo, que nos confiere el ser hijos de Dios: la disponibilidad de ser fieles a los planes que Dios ha dispuesto para nosotros. Aunque esos planes, muchas veces, no tengan nada que ver con los nuestros.

  Para el Bautista, ser el Precursor del Mesías, significó predicar su venida y, llamando al arrepentimiento, enfrentar a todos los que vivían en pecado, al escándalo de sus decisiones. Y hacerlo, tanto de forma pública como privada; sobre todo, a aquellos que tenían más compromiso con el pueblo y, por ello, le debían una actitud ejemplar. Bien sabía Juan lo mucho que se jugaba ante un hombre que no admitía la crítica, y que era lo suficientemente violento como para asesinar a sus propios hijos, para mantenerse en su trono. Pero el profeta también era consciente de que la misión que le había encomendado el Señor, desde el vientre de su madre, debía cumplirse; aunque hacerlo significara la muerte.

  Eso es lo que nos pide Dios, a cada uno de nosotros: la radicalidad de la entrega. Porque no podemos decirle al Maestro que le amamos y seremos sus testigos si, cuando las cosas se complican, cambiamos nuestro mensaje. No; el marco de la misión apostólica donde está situado este relato, indica a los lectores que lo contemplamos, que la suerte del cristiano no será nunca cómoda; y puede que a muchos se les exija correr el mismo destino que el Bautista, o el propio Cristo. Tú y yo hemos sido llamados, aunque muchas veces lo olvidemos, a preparar los caminos del Señor para su segunda venida. Y el Evangelio nos transmite esa lección magistral de coherencia cristiana, que ha sido la vida del primo de Jesús, para que tomemos buena nota de cuál debe ser nuestra actitud.

  Pero no quiero terminar esta meditación, pasando por alto una cuestión que fue la causa de que el monarca idumeo actuara contra sus más íntimos deseos: el no ser dueños de nosotros mismos, ante la esclavitud de nuestras pasiones. Por eso Jesús nos insistirá en la necesidad de generar esos hábitos buenos, que acostumbran a la voluntad a resistir las tentaciones. A generar, con nuestra postura, esas virtudes que consisten en repetir aquellos actos que nos perfeccionan como personas, porque nos permiten ejercer la libertad; sobre todo venciendo, en cada momento, esos deseos que nos atan a nuestros más bajos instintos. No perdamos nuestra dignidad ante la lujuria; ante el estómago o ante ese sentimiento de placer descontrolado que, por gozar unos momentos, nos hace perder el alma para la eternidad. Ya que Cristo, igual que hizo Juan, nos llaman al arrepentimiento y al cambio de vida. Pero el tiempo no es nuestro, es de Dios, y nunca sabemos de cuánto disponemos ¡No esperes a mañana! ¡Di basta! Cambia de vida, ya.