2 de febrero de 2015

¡Asumamos, de una vez, su voluntad!



Evangelio según San Lucas 2,22-40.


Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".
Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

COMENTARIO:

  Ante todo vemos en este Evangelio de Lucas, como Jesús, desde sus primeros momentos de vida y a través de su familia, hace realidad esa frase que repetirá en innumerables ocasiones: que Él no ha venido a erradicar la Ley dada por Moisés, sino a cumplirla y llevarla a su perfección.

  De esta manera nos muestra el texto, como la Sagrada Familia, que estaba exenta de las prescripciones  que obligaban a la purificación de la madre y al rescate del niño, asisten al Templo y consuman todo lo establecido. El libro del Éxodo y el de Números, recogían la necesidad de aquellos pequeños varones, que no eran de la tribu de Leví, de ser rescatados. Ya que durante la salida de Egipto, por parte del pueblo judío, todos los primogénitos –los que habían abierto el seno materno- tanto de hombres como de ganado, debían ofrecerse a Dios. Pero en especial los primogénitos de los hijos de Israel, a los que el Señor había preservado de la muerte, durante la décima plaga que asoló Egipto. A cambio de esos primogénitos, Dios permitía que los levitas –que se encargaban del servicio divino y del Templo- prestaran a la comunidad una función sustitutoria y “vicaria”, a cambio de un rescate por su hijo. Lo mismo ocurría con la purificación de la madre, que había quedado contaminada al dar a luz, por la sangre del parto.

  Como bien podéis comprobar, ambas prescripciones eran independientes de las circunstancias en las que se encontraba la Familia de Nazaret. Jesús no necesitaba ninguna restitución divina, porque era el propio Dios que se había hecho Carne, para salvar a los hombres. Por lo que éramos nosotros, los que hubiéramos tenido que ofrecer al Señor, nuestra propia vida. Y en cuanto a María, había dado a luz de forma sobrenatural, como nos dirá san Juan en su Evangelio, al no derramar ni una gota de sangre. Mostrando con ello que la Virgen, en ninguna etapa de su vida, ha sido impura; ni delante de Dios, ni delante de los ojos de los hombres.

  Observamos en este episodio, la figura de Simeón, que es de crucial importancia; no sólo por lo que dice, sino por lo que nos dice el texto de él. Nos habla de que era un varón justo –que en la cultura hebrea significaba bueno y santo- y que era muy piadoso. Que el Espíritu Santo estaba en él, sin especificar si porque era bueno y justo habitaba su alma, o si por el hecho de que el Paráclito habitara en su interior, había conseguido alcanzar ese nivel de santidad. Tal vez sea que para Dios ambas cosas forman una misma realidad, ya que se alimentan de un mismo querer. Debemos luchar por adquirir virtudes, y rezar para que el Señor nos de su Gracia y podamos conseguirlo. Y el Padre, que siempre responde a nuestras oraciones, nos dará su Espíritu, para que seamos capaces de superar nuestras debilidades, y hacernos dignos de alcanzar su Redención.

  Por todo ello, por ser y por estar permanentemente en la presencia divina, el anciano tiene la Luz para ver con facilidad, las maravillas de Dios; y poder percibir aquello, que para otros está oscuro. Simeón advierte, en la Humanidad de Aquel Niño, que duerme indefenso en los brazos de su Madre, la inmensidad del Hijo de Dios. No le hace falta contemplar los muchos milagros que acompañarán las palabras del Maestro, para dar testimonio de su verdadera identidad; ya que la fe le permite percibir lo que no necesita ser demostrado, porque es un regalo de Dios a los hombres.

  Y Simeón no necesita nada más. Toda la vida ha estado esperando este momento, en el que el Señor se ha hecho presente a los hombres ¡Ahora ya puede morir tranquilo! Tú y yo, contemplamos esa presencia real de Cristo entre nosotros, en la Eucaristía Santa. Y, tristemente, seguimos deseando cosas inútiles para alcanzar una felicidad ilusoria. Porque sólo Dios puede darnos aquello que de verdad nos satisface: todas las respuestas y el auténtico sentido de una vida, que le pertenece.

  Cierto es que el propio Simeón nos anuncia la contradicción del Evangelio, porque cuesta entender esa alegría, que pasa inevitablemente por la cruz. Y no sólo ésa que padecemos, sino la que deseamos compartir con Jesús, aceptando su voluntad y haciéndonos uno con sus designios; aunque la mayoría de las veces, no los entendamos. De esta manera, le advierte a Nuestra Madre, María, que el dolor será parte de su vida, porque compartirá el sufrimiento de Cristo, al colaborar en su redención. Ella se entregó, con su sí, a los planes divinos; y no podemos olvidar que tú y yo, en algún momento de nuestro existir, hemos hecho lo mismo ante el Señor. Por eso esas palabras del servidor de Dios, que se encontraba en el Templo, también las podemos hacer un poco nuestras al haber decidido participar, como cristianos, del destino de Cristo, de María y de la Iglesia.

  Nos dice el texto que nos encontramos ante la Sabiduría encarnada, de la que nos hablaba el Antiguo Testamento. Ante Aquel que todo lo sabe y nada se le esconde, porque conoce todo lo que nos conviene. Por eso, hemos de hacer como Nuestra Señora y no preocuparnos de lo que vendrá, sino de ponernos en las manos del Altísimo y, suceda lo que suceda, aceptarlo como venido de sus “manos”. Abramos nuestro corazón a Dios, y asumamos rendidamente su voluntad; que nos habla de ser mejores, de amar sin condiciones y de descansar en la Providencia, sin perder la paz.