31 de enero de 2015

¿Quién es éste?



Evangelio según San Marcos 4,35-41.


Al atardecer de ese mismo día, les dijo: "Crucemos a la otra orilla".
Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua.
Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?". Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio! ¡Cállate!". El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: "¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?".
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos, comienza con una frase que parece dirigida a todos aquellos que todavía presentan dudas, ante la decisión de entregar su vida a Jesús. Porque el Señor no quiere medias tintas; no desea que le amemos de palabra, pero le neguemos después con nuestras acciones. Desprecia a los tibios, que desean agradar a todos y sienten vergüenza, y hasta temor, en mostrar su identidad de cristianos; enmascarando sus traiciones, con un halo de prudencia.

  Cristo quiere que le demos la totalidad de nuestro ser, porque siendo de Cristo, nuestras obras serán buenas, fructíferas y capaces de cambiar el mundo. Por eso nos pide que “crucemos a la otra orilla”; que nos subamos a su Barca, que es la Iglesia, y en Ella no tengamos miedo a perecer. Que superemos las dificultades de la vida, porque Él camina a nuestro lado, de forma literal. Está presente, como lo estuvo entonces, de forma sacramental; y, como entonces, nos insta a confiar en su Persona y no perder, ocurra lo que ocurra, la paz.

  De eso trata este episodio, y este milagro, que el escritor sagrado quiere hacernos llegar. Porque ese mar, que generalmente está en calma, también es capaz de desatar olas embravecidas, que parece que nos pueden hacer naufragar. Ciertamente, es muy humano sentir pavor ante lo que no podemos controlar y nos supera. Ante aquello que puede hacernos sufrir, y hasta morir, a nosotros o a nuestros seres queridos. Pero el Maestro nos recuerda que, por el Bautismo, hemos sido elevados a hijos de Dios en Cristo; y, por ello, capaces de percibir y sentir la grandeza y el poder divino, en todas las cosas. El Espíritu, a través de los Sacramentos, nos ha dado la Luz, para contemplar la Verdad, y compartir el amor del Padre. Ese Amor que nos permite descubrir que Aquel, que ha entregado por nosotros a la muerte a su único Hijo unigénito, no consentirá que nos ocurra nada malo. Que cualquier decisión mala y nefasta que hayamos tomado, y que nos haya acarreado un sufrimiento, si se lo pedimos a Dios, será medio y camino para alcanzar nuestra Redención.

  Jesús nos pide el acto de fe y confianza, en el que descansa nuestro querer. Porque la fe vence al miedo, y comprendemos que al lado del Señor, nada puede causarnos tribulación. Por eso ser cristiano, es no perder la calma y valorar los problemas, contando siempre con Dios. Ese es el motivo de que la alegría y el buen humor no nos abandonen; bebiendo de la fuente de la esperanza, que surge de la vida sacramental de la Iglesia.

  También el texto hace un paralelismo con aquellos pasajes de la Biblia, donde el mar es representado como un lugar donde habitan las fuerzas maléficas; indicándonos cómo sólo Dios, puede dominarlas. El evangelista nos enseña que Cristo, al someterlas con el imperio de su voz, manifiesta su identidad y su poder divinos. Por eso surge, entre los que lo contemplan, esa pregunta que es una cuestión intemporal, que busca respuesta: ¿Quién es éste? Nosotros tenemos la respuesta y, por ello, la obligación de manifestarla; nosotros hemos escuchado, conocido, interiorizado y entregado a su Amor, nuestra voluntad. Nosotros nos hemos hecho uno, con Él, en la Eucaristía Santa. Por eso nadie mejor que nosotros puede decir: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.