16 de enero de 2015

¡Capítulo decimocuarto!



   C A P I T U L O    X I V



  Comentaba con un grupo de jóvenes,  la problemática que presenta el estudio, cuando notas esa desidia que parece paralizarte todas las neuronas del cerebro. Os resumiré la conversación con la conclusión a la que todos llegamos, desde distintos puntos de vista.


  La actitud de dejación, sucumbiendo a la pereza del momento, no se puede extrapolar sólo a la parte intelectual, ya que es la consecuencia de la falta de señorío sobre uno mismo. Se empieza cediendo en pequeñas cosas… Uno se pone el despertador, con la intención de holgazanear unos minutos, antes de poner los pies en el suelo; luego, con las prisas, la habitación queda sin ordenar, en un proyecto futuro donde nos vemos obligados a hacerlo efectivo, porque ya no tenemos espacio ni para nosotros mismos. O bien, con la esperanza de que algún alma caritativa tome la iniciativa y nos libere de tan engorrosa tarea.


  Comemos lo que nos apetece, o hacemos lo contrario y nos dejamos en el plato lo que no es de nuestro gusto. En el trabajo, que para un estudiante son sus tareas diarias, intentamos terminar pronto y mal para disponer de más tiempo, robado a la responsabilidad y cedido a la ociosidad; siendo, en el fondo, un espacio de nuestra vida perdido e infructuoso que nos crea en nuestra conciencia, aunque no nos lo parezca, un sentimiento de intranquilidad frente al deber cumplido; y, por ello, de fracaso.


  De esta manera, se podrían enumerar un montón de cosas que en principio parecen carecer de importancia; pero que no dejan de ser pequeñas batallas cedidas al enemigo, que hacen peligrar la victoria en la guerra que mantenemos permanentemente contra nuestros instintos más primarios, siendo el preciado botín, la paz con uno mismo.


  Y vosotros podéis preguntarme, por qué tenemos necesidad de luchar contra los sentimientos agradables que en cada momento fluyen en nuestro interior, si somos libres de hacer lo que os de la gana.
¡Y ahí quería llegar yo! La libertad es, por definición, la facultad que tiene el hombre de obrar de una manera u otra, o bien de no obrar, por lo que es responsable de sus actos.


  Para un cristiano, cualquier acto realizado tiene que tender al Bien, por tanto la libertad es la facultad de elegir lo bueno, lo que conviene a nuestra dignidad de hombres. Es aquello que nos acerca a Dios y nos distingue de los animales, que son totalmente instintivos. Lo contrario es todo a lo que no somos capaces de renunciar, por requerir un esfuerzo; esclavizándonos y sujetándonos a las pasiones y los afectos del alma. Al revés de lo que la gente piensa, hacer lo que me da la gana, si no me conviene porque no me ayuda a crecer como persona, no es desde ningún concepto, un acto libre.


  ¿Ninguno de vosotros, cuándo mira la televisión se pregunta por qué hay un incremento tan brutal de violencia y malos tratos? Cuando educamos a nuestros hijos pequeños en el amor y la caridad, forjando su carácter en el crisol de la renuncia, sobre todo a sí mismos, elaboramos hombres de buen criterio a los que les será más fácil comprender que la felicidad no se consigue con la evasión de las realidades desagradables, a las que muchas veces debe enfrentarse el ser humano.


  Todo aquello que no nos permite dominarnos y consigue sacar a flote la parte más visceral de nosotros mismos, debe ser excluido de nuestro uso común, por un acto libre de renuncia. Renuncia que por amor,  puede significar dejar en libertad al ser amado, cuando nos sabemos no correspondidos. Que por respeto, puede significar poner bridas en los desbocados y peligrosos caballos de nuestra ira interior, ante el individuo que no nos guarda ningún respeto. Que por generosidad, puede significar privarme de mucho, ante el que prácticamente me lo ha negado todo.


  En pocas palabras, saber diferenciar entre el deber y el poder; entre la felicidad del que se vence, o la amargura del vencido por su propio yo interno, que hace oídos sordos a las preciosas palabras del Evangelio: “La Verdad ( que es Cristo ) os hará libres”.