30 de enero de 2015

¡No pongamos impedimentos!



Evangelio según San Marcos 4,26-34.


Y decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra:
sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.
La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha".
También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?
Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra,
pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.
No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo
.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Marcos, podemos contemplar como Jesús, con la sencillez de estas parábolas, intenta que nos hagamos una idea precisa de como es, y como actúa, el Reino de Dios. Evidentemente, el Señor no dice que sea, sino que viene a ser; porque para que nosotros lleguemos a alcanzar el máximo entendimiento posible de las cosas divinas, que por su propia naturaleza nos trascienden, el Maestro busca todos los paralelismos posibles que puedan ayudarnos a su discernimiento. Y, posteriormente, los desgrana con paciencia y los explica con detalle. Porque Cristo quiere que creamos por la fe, y le amemos con el corazón; pero que esa fe sea razonada, porque Dios todo lo ha hecho razonable para ser comprendido por el hombre. Y sólo así, interpretando e interiorizando la Verdad, podremos dar a los demás, motivos de credibilidad.

  La enseñanza que el Señor nos transmite en estas metáforas, es la idea del crecimiento. Porque es imposible conocer a Jesús y tratarlo, permaneciendo indiferentes. En la vida cristiana, el que no crece en el amor y las obras, muere porque sucumbe al pecado. La Palabra prende en nuestro interior, cómo esa llama que se acerca a la madera seca e inflamable; ya que, como la semilla, el Reino tiene en Sí mismo una eficacia intrínseca de desarrollo progresivo. Se agranda en nuestro interior, por la Gracia divina, que nos permite vencer todas las dificultades. Y crece sin medida, convirtiendo el pequeñísimo grano de mostaza, en un frondoso árbol. Ya que la medida del Amor divino, es no tener medida; y así los hombres, contemplando a Cristo, nos entregamos a los demás y condicionamos nuestra felicidad, a la suya. Eso, que a veces puede resultarnos tan difícil, surge de forma innata, cuando se trata de nuestros hijos. Por eso el amor de filiación, debe ser la meta a alcanzar en el cariño y la entrega a nuestros hermanos.

  Os hablo de esa entrega, que puede representar la de la propia vida. Y que no siempre será para dar testimonio cruento de nuestra fe, sino ese darse cotidiano en el servicio a nuestro prójimo que, como bien indica la palabra, se refiere a los que están más cerca: nuestra familia, los compañeros de trabajo, nuestros vecinos, y los miembros de nuestra comunidad. Dios no nos pide a todos la misma vocación y, por ello y por nuestras circunstancias, tal vez no hemos sido convocados para partir a lugares lejanos, y evangelizar pueblos paganos ¡o tal vez sí! Lo que está claro es que ya sea aquí o allí, el Señor nos llama a servir con amor y entrega; a expandir su mensaje y remover el corazón de las gentes, llamándolas a la conversión.

  Cristo quiere que seamos, con nuestra fe, como ese arbusto que es capaz de cobijar y proteger a los innumerables pajarillos que buscan, cuando las tinieblas cubren la tierra, la seguridad de su espesor y la exuberante densidad de su vegetación. Desea que seamos esas personas que nunca tienen un no, para aquellos que los necesitan. Porque Jesús no lo tuvo para nosotros, y derramó su Sangre en la cruz. Espera que siempre estemos dispuestos a ayudar a los que precisan de nuestra asistencia, tanto material como espiritual; sin olvidar que no hay necesidad más perentoria para el ser humano, que el conocimiento de Dios.

  Pero esta alegoría tiene una segunda enseñanza, que no podemos perder de vista: que la semilla, que es fecunda en Sí misma, necesita para arraigarse y desarrollarse, una buena tierra que la acoja. Debemos tener deseos de buscar, de encontrar; porque Dios no fuerza voluntades. Sale a nuestro encuentro, a través de las diversas personas y circunstancias que descubrimos en la vida; pero si cerramos nuestros ojos y nuestros oídos, y nos negamos a aceptar su Presencia, nada puede hacer por llegar a nuestro interior. A veces, cuando observo esas actitudes, me acuerdo de aquellos niños que, tapándose los ojos, piensan que nadie les ve, porque ellos no ven a nadie. Ya que, por más que nos ceguemos a la realidad divina, la realidad divina seguirá existiendo. En cambio, cuando abrimos nuestro corazón a la Palabra y concebimos buenos deseos, el Señor nos da su Gracia y nos permite que esa semilla crezca, dando frutos de buenas obras y santos proyectos. Sólo hace falta que queramos quererle; que estemos dispuestos a recibirle, y que no pongamos impedimentos para que Él viva en nuestro interior.