8 de enero de 2015

El Señor siempre se ocupa.

Evangelio según San Marcos 6,34-44.

 Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato. 
Como se había hecho tarde, sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Este es un lugar desierto, y ya es muy tarde.
Despide a la gente, para que vaya a las poblaciones cercanas a comprar algo para comer".
El respondió: "Denles de comer ustedes mismos". Ellos le dijeron: "Habría que comprar pan por valor de doscientos denarios para dar de comer a todos".
Jesús preguntó: "¿Cuántos panes tienen ustedes? Vayan a ver". Después de averiguarlo, dijeron: "Cinco panes y dos pescados".
El les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde,
y la gente se sentó en grupos de cien y de cincuenta.
Entonces él tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. También repartió los dos pescados entre la gente.
Todos comieron hasta saciarse,
y se recogieron doce canastas llenas de sobras de pan y de restos de pescado.
Los que comieron eran cinco mil hombres.

COMENTARIO:

En este pasaje del Evangelio de Marcos, observamos una actitud del Maestro que no sólo debe ser un ejemplo para nosotros, ya que todos los actos y las palabras de Jesús lo son, sino que debe ser aquello que nos mueve desde el interior, por amor, a superar la propia justicia, para que trascienda en caridad. Vemos como los apóstoles se preocupan de aquellas personas que necesitan alimentarse, pero que por encontrarse en una zona desierta, no van a poder conseguirlo. Y, por ello, se les ocurre que, a pesar de que ya es tarde, partan a buscarlo. Sin embargo, Jesús se ocupa; busca soluciones para intentar solventar sus necesidades. Aunque, como veréis, a Cristo le intranquiliza más que nada, que aquella multitud camine como ovejas sin pastor. Que sus corazones todavía no se hayan abierto a la Verdad de Dios. Porque la falta de fe, es la inanición que mata la verdadera Vida de los hombres. Y, por ello, lleno de compasión y ternura, les da ese doble alimento propio de todos los seres humanos, para poder alcanzar la plenitud: el espiritual, de sus enseñanzas; y el material, del alimento corporal.
 Cristo, con ello, nos vuelve a recordar a todos los que hemos adquirido el compromiso, como bautizados, de ayudar a nuestros hermanos a encontrar la salvación, que el ser humano es una unidad de cuerpo y espíritu. Y que, a pesar de tener que saciar su apetito, necesita de forma imperiosa nutrir su alma del alimento sacramental: la Eucaristía. No podemos convertirnos en una ONG, que solamente busca llenar estómagos; sino que, mientras llenamos estómagos, hemos de cambiar corazones para que Dios penetre en ellos, y se consiga y alcance la auténtica justicia social. Justicia que no surge de la piedad, sino del derecho que todos los seres humanos tenemos por la altísima dignidad que compartimos: la de ser hijos de un mismo Dios. Todos debemos participar de las necesidades de los unos, y lograr que repartir no sea algo puntual ni especial de un momento o una fecha, sino la actitud cotidiana de todos aquellos que formamos parte de la familia cristiana.
 Jesús antes de hacer el milagro, les pide a sus discípulos, que le den lo poco que tienen; que pongan a su servicio, para hacer el bien, lo que consideran suyo y a lo que tienen aprecio. Y ante la generosidad en lo pequeño, el Señor lo multiplica con abundancia. Cuantas veces le pedimos a Dios que termine con aquello que nos preocupa, con nuestros problemas, con las precariedades económicas…y que nos permita gozar de una cierta seguridad. Pero nos olvidamos de que aquello que pedimos no está al servicio de la propagación del Evangelio, ni es algo bueno para nuestros semejantes; sino que, simplemente, sirve para satisfacer nuestras necesidades personales.
  Jesús quiere que seamos capaces de poner todo lo nuestro, sobre todo la vida, para cambiar y ayudar a salvar a ese mundo, que necesita ser salvado. Y, ante esa actitud altruista y desinteresada, el Señor nos dará el ciento por uno, porque a Él nadie le gana en generosidad. Que no tengamos miedo a dar, a ayudar, a facilitar la vida a los demás, porque Él va estar a nuestro lado. Pero nos repetirá a cada uno de nosotros, que espera que seamos pastores de todas estas ovejas, que caminan por el monte de la vida, perdidas y extraviadas, sin encontrar el camino que las conduce de nuevo al redil. Ese lugar que no forma parte del tiempo ni del espacio, sino que consiste en el encuentro con una Persona: Jesucristo. Sólo Él es capaz de librarnos de esos lobos que matan el alma, llamándonos por nuestros nombres y reuniéndonos bajo su manto: la Iglesia.
 Con este milagro vemos también como se cumplen aquellas profecías del Antiguo Testamento, donde Ezequiel condenaba a los dirigentes religiosos de Israel, porque habían descuidado su verdadero cometido, y que no era otro que cuidar de sus ovejas para que permanecieran fieles al Señor. Hoy a nosotros, por pertenecer por el Bautismo a la Iglesia de Cristo, ya sea como laicos u ordenados, se nos sigue exigiendo lo mismo; ya que ser cristiano es una identidad que forma parte de nuestro ser. Es una responsabilidad, libremente adquirida, con la que cuidamos, material y espiritualmente, de todos aquellos que el Señor ha puesto a nuestro lado.
  Y vemos como Jesús multiplica el pan en abundancia, con prodigalidad. No sólo sació su hambre, sino que sobró tanto, que pudieron recoger –e hizo que así lo hicieran- dos canastas para que las guardaran para el día siguiente. Con eso, el Señor nos ha indicado que no hemos ser comedidos a la hora de hacer felices a los demás; de cuidar de ellos; de intentar cubrir sus necesidades. Hemos de dar hasta que nos duela y luego, en igual medida, no desperdiciar nada y sacar el mayor rendimiento a todas nuestras actividades. Es decir, saber valorarlo todo y, por ello, tratar con cuidado las cosas de Dios. No despilfarrar y saber calcular, aprovechando y utilizando adecuadamente, todos los bienes divinos. Debemos saber multiplicar, con el fin de saber aumentar los medios, para ayudar a los menos favorecidos. Debemos ser ricos; pero auténticamente ricos; es decir, no creándonos necesidades inútiles y estando muy felices con lo que tenemos, porque no necesitamos nada más. Como decía santa Teresa de Jesús: “A quien a Dios tiene, nada le falta; sólo Dios basta”