21 de enero de 2015

¡Cueste lo que cueste!



Evangelio según San Marcos 3,1-6.


Jesús entró nuevamente en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada.
Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo curaba en sábado, con el fin de acusarlo.
Jesús dijo al hombre de la mano paralizada: "Ven y colócate aquí delante".
Y les dijo: "¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?". Pero ellos callaron.
Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: "Extiende tu mano". El la extendió y su mano quedó curada.
Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con él.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos, comienza mostrando como el Señor hace algo que era habitual en Él: asistir a la Sinagoga para orar y participar de la liturgia. También nos mostrará, en muchas ocasiones, que para rezar al Padre, solamente necesita silencio y un lugar apartado; y que, cada unas de sus acciones son, íntimamente, un diálogo amoroso con Dios. Pero es importante comprender, que el hacer de la vida corriente, oración, no excluye jamás la participación en el culto que le debemos al Altísimo; ya que allí, de forma comunitaria y unidos a nuestros hermanos, le damos Gloria y reconocemos su Magnificencia.

  Pues bien, Jesús se encuentra en ese lugar, donde parece que los corazones de los hombres se elevan para buscar al Creador; donde el ser humano se trasciende. Ese lugar, donde repasamos las Escrituras y nos encontramos con un Padre misericordioso, que dará a su Hijo en Holocausto, por nosotros. Y, justamente en ese lugar, nos dice el texto que los fariseos y los herodianos le observaban de cerca. Es decir, que le acosaban para poder encontrar argumentos que fueran útiles para condenarlo. Mirar si tenían que estar obcecados en el mal, y como el diablo había tomado posesión de su alma, que son incapaces de percibir el dolor de aquel hombre, que tenía la mano seca. Pero para el Maestro, que es el Amor encarnado, no le pasa desapercibido el sufrimiento del ser humano. Y lo que hace, es ponerlo en medio de la sala, para que todos puedan contemplarlo.

  Quiere el Señor que nos enfrentemos, al sufrimiento de nuestro prójimo; porque si somos capaces de pasar indiferentes y no hacer nada para subsanarlo, no habrá disculpa que nos valgan. Mira Jesús a aquellos doctores de la Ley, con ira, porque han sido capaces de vaciar la Ley, de su verdadero sentido. Le duele que hayan olvidado, que fue dada para el bien de los hombres; y que no hay mayor bien, que ayudarnos mutuamente en nuestras necesidades: tanto espirituales, como materiales. Pero el Señor no se rinde, porque es el Buen Pastor que hasta el último momento, irá tras sus ovejas. Y, por ello, les hace una pregunta cuya respuesta parece tan simple, que espera que abra las puertas de ese interior, endurecido por la soberbia, el egoísmo y la lujuria: ¿Importa el día, cuando se trata de salvar a un hombre? ¿A un hombre, que es imagen de Dios y, consecuentemente, la obra más amada y preciada del Altísimo? Sin embargo, cuando el pecado domina la razón, los ojos y los oídos de las personas están cerrados a la Palabra de Dios. Y Dios, si recordáis, no fuerza voluntades.

  Jesús sabe lo que se juega; conoce lo caro que va a costar, remitir la enfermedad de aquel hombre. Pero ha venido a este mundo para esto: para salvarnos y darnos ejemplo, de que un cristiano debe hacer lo que se ha comprometido a hacer ¡cueste lo que cueste! Ya que lo que le motiva a cumplir con su libre deber, es el Amor. Y Cristo le sana. No sin antes contemplar, con enojo y tristeza, la ceguera espiritual de aquellos que estaban a su alrededor. Y como bien sabía el Señor, ya tienen el motivo los fariseos y herodianos para, olvidando lo que les ha enfrentado siempre socialmente, unirse en contra de Jesús.

  Eso, si repasáis la historia, veréis que es un denominador común entre aquellos que, enemistados en la vida cotidiana, se asocian en su odio común, para luchar contra Cristo y su Iglesia. Porque no hay nada peor que los prejuicios que surgen de la ignorancia orgullosa, que cierra su mente y su corazón al Espíritu. Tristemente, esa es la manera de que no puedan descubrir jamás, en la Humanidad Santísima de Jesús, al Hijo de Dios encarnado. Nunca logran contemplar, en esta vida social de la Iglesia -regida por hombres con sus aciertos y sus errores- el Cuerpo de Cristo; que sigue redimiendo a los hombres, en medio del mundo.