29 de enero de 2015

¿Cuándo nos daremos cuenta?



Evangelio según San Marcos 4,21-25.


Jesús les decía: "¿Acaso se trae una lámpara para ponerla debajo de un cajón o debajo de la cama? ¿No es más bien para colocarla sobre el candelero?
Porque no hay nada oculto que no deba ser revelado y nada secreto que no deba manifestarse.
¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!".
Y les decía: "¡Presten atención a lo que oyen! La medida con que midan se usará para ustedes, y les darán más todavía.
Porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene".

COMENTARIO:

  Esta parábola de Jesús, que observamos en el Evangelio de Marcos, contiene, como muchas de ellas, varias enseñanzas que son imprescindibles para la vida de todo cristiano. Ante todo, identifica la doctrina de Cristo con esa Luz que ha venido a iluminar la oscuridad, que el diablo ha sembrado en esta tierra. Esas tinieblas que favorecen, sin que nos demos cuenta, tropezar y caer en múltiples tentaciones que, por no verlas claras, aparecen a nuestros ojos como convenientes, convincentes, prácticas y habituales –que no normales-.

  Por eso el Señor nos insiste, casi diría que nos urge, a no posponer más nuestro deber –que a la vez, es un derecho- de cristianos; y manifestar a Jesucristo, vivido y predicado. Y no en la intimidad de nuestro ser, que también, sino en aquellos lugares donde puede ser recibido por un número mayor de personas. Hemos de mostrarlo –tal cual es- a un mundo que quiere silenciarlo; no sólo a través de nuestras palabras, sino con nuestras acciones. Ya que todo en nosotros debe ser ejemplo de la fe que profesamos: desde cosas tan importantes como amar, compartir o luchar por la justicia, hasta el pudor en el vestir o la templanza en el comer. Porque cada uno, en la libertad adquirida por Cristo en la cruz para nosotros, es señor y dueño de sí mismo; venciendo las pasiones, que nos atan y esclavizan a nuestras debilidades.

  Cada uno, al lado del Señor, recibimos –por el Bautismo- esa Gracia inconmensurable, que es un tesoro del que tendremos que rendir cuentas. Ya que al hacerla fructificar, luchando por adquirir virtudes y erradicar vicios, correspondemos al don divino y éste se multiplica, abundantemente, de forma personal. Sólo así, el discípulo de Cristo es capaz de no tener medida, al medir sus actos de caridad hacia sus hermanos. No valorando sus prioridades, sino entregándose a sí mismo, por el bien de los demás.

  Nos dice también Jesús en el texto, que si tenemos oídos, hemos de escuchar. Ya que prestar atención a su mensaje, requiere de un acto libre de la voluntad, que nos mueve a abrir el corazón a su doctrina. Y el Maestro sólo necesita de ese pequeño esfuerzo de generosidad, para salir a nuestro encuentro y penetrar, con fuerza, en nuestro interior. Porque es tanta la fuerza del Reino de Dios, que si le abrimos las puertas de nuestra alma, no sólo conoceremos, sino que entenderemos la Verdad divina y sabremos que está revelada, para ser asumida por nuestra razón. Y conocerla es permitir que Cristo viva en nosotros, fortificando nuestra fe. Por eso, participar de los Sacramentos, donde el Hijo de Dios nos espera –como Iglesia- para transmitirnos la salvación, es el camino de todo bautizado que quiere ser fiel al ejemplo del Maestro. Hemos de ser transmisores de ese fuego divino, capaz de prender la esperanza, en todos los corazones.

  Pero para llevar a cabo todo ello, nosotros somos los primeros que nos hemos de creer la importancia que contiene el mensaje cristiano, para la Felicidad de los hombres de todos los tiempos y lugares. Porque el Evangelio es intemporal, como lo es Jesucristo. No hablamos de una filosofía que ayuda a vivir con más tranquilidad, los avatares cotidianos; sino de una Realidad histórica, que ha vencido a la muerte y ha dado sentido a la vida. Somos portadores, en recipientes de barro, de ese “alimento” sagrado que es la Buena Nueva; que vivifica para siempre, trasciende y sublima la naturaleza humana, con todas sus debilidades. ¿Cuándo nos daremos cuenta?