3 de enero de 2015

¡Capítulo duodécimo!



C A P Í T U L O    X I I

 
 Asistiendo a la Misa del Domingo, comprobé con tristeza que cuando el sacerdote leía y explicaba la palabra de Dios, había por parte de algunos feligreses una desconexión automática con el entorno.
Unos aprovechaban para leer la hoja dominical, otros cerraban  sus ojos en actitud de profundo recogimiento, pero una inesperada cabezada descubría que se encontraban sumidos en un profundo letargo. Muchos, si el sermón era largo, no conseguían evitar mirar de reojo las manecillas del reloj, calculando mentalmente cuanto debía faltar para concluir la plática.

  Pensé, para mis adentros, qué era lo que fallaba ¿Podía ser la voz monótona y cansina del sacerdote que predicaba desde el púlpito?    ¿ Debía ser la ignorancia, por parte de los fieles, de los textos leídos? O tal vez era, que esa parte de la Misa había quedado reducida a un cumpli –y- miento; es decir, asisto sin ser consciente que las palabras que escucho han de ser aplicadas a mi vida diaria, como crecimiento interior y aumento de mi vida espiritual. Reduciéndolas, por parte de muchos, al ratito en el que pueden estar sentados  y pensando en sus cosas, independientemente del mensaje que se nos quiere hacer llegar.

 Llegué a la conclusión, de que entre todos hemos hecho un cristianismo lihth, con un Dios a nuestra medida.
Una mujer no puede estar un poco embarazadita; o está embarazada, o no lo está. Los fieles no podemos asistir un día a la semana para dar honra al Señor, y los seis días restantes guardarlo en el armario para que no nos complique nuestra plácida y cómoda existencia.

  En invierno, los que gozan de una chimenea en sus casas saben que no pueden poner unos troncos y olvidarse de ella, porque si no la mantienen introduciendo nueva leña, están condenados a que se consuma y se apague. Pero también conocen la importancia de las pequeñas ramas que contribuyen a que, en un principio, prenda con facilidad.

  En la fe ocurre algo similar. Hay normas que por sí solas pueden tener poca importancia, pero sumadas unas a las otras nos ayudan a tener una constante presencia de Dios.
Abrir los ojos a un nuevo día, y elevar una acción de gracias al cielo, nos quita escasamente unos segundos de nuestro tiempo.
A las doce del medio día, rezar el Ángelus a la Virgen como memento agradecido de su sí, que hizo posible la redención del género humano, puede parecernos un acto repetitivo; pero yo recuerdo cuando en mis lejanos años de noviazgo, quedaba con el que hoy es mi marido para llamarnos siempre a una hora determinada del día; simplemente para recordarle, lo mucho que le quería. Os puedo asegurar que lo esperábamos con ansiedad y nos llenaba de alegría, porque sabíamos que en ese momento justo nos unía, a pesar de la distancia, nuestro común pensamiento en el corazón. Y por eso, no podéis olvidar que el amor humano y el divino, no tienen características distintas; ya que sólo sabemos amar de una manera: con todo el alma y teniendo presente al amado, en todos los momentos y circunstancias.

  Leer cada día un versículo del Evangelio y pensar qué nos dice el Señor a nosotros personalmente, recogiéndonos en oración -que no es más que mantener una conversación donde hablamos y escuchamos en la profundidad de nuestro interior- nos robará un escaso espacio del tiempo, que tal vez dedicamos al nuevo premio Planeta de novela. En ningún momento hablo de suplir una lectura por otra, sino de ordenar y versificar nuestra vida, para poder encontrar el momento para cada cosa.

  ¿Y esa costumbre tan cristiana que han conseguido erradicar, dejándola casi relegada a claustros e instituciones religiosas, como es el Rosario? El Santo Padre repite, sin cansancio, que es el arma más poderosa con que cuenta el hombre, para hacer llegar sus peticiones a Dios. Nadie queda indiferente ante el ruego de su madre, y María lo es de Cristo. ¡Qué craso olvido! Ese “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.”, es una súplica diaria lanzada al corazón más maternal que existe.

  Al anochecer, antes de cerrar nuestros ojos cansados, pensar unos minutos qué habéis hecho que tenga que ser corregido; qué hubierais podido hacer de bueno y proponeros para el día siguiente, una concreta lucha de mejora. A ese pequeño balance del día se le denomina examen de conciencia y, como en cualquier negocio, es indispensable para crecer en nuestra vida interior.

  El sustento diario de la hoguera de nuestra fe, os puedo garantizar que contribuirá a que durante la celebración de la Misa, seáis unos cristianos coherentes y participativos del momento más crucial que desde lo alto se nos regala: la entrega a cada uno de nosotros, por parte de Dios, de Cristo como alimento del alma y co-redención  del género humano.