C A P Í T U L O X I I
Asistiendo a la Misa del Domingo, comprobé con
tristeza que cuando el sacerdote leía y explicaba la palabra de Dios, había por
parte de algunos feligreses una desconexión automática con el entorno.
Unos
aprovechaban para leer la hoja dominical, otros cerraban sus ojos en actitud de profundo recogimiento,
pero una inesperada cabezada descubría que se encontraban sumidos en un
profundo letargo. Muchos, si el sermón era largo, no conseguían evitar mirar de
reojo las manecillas del reloj, calculando mentalmente cuanto debía faltar para
concluir la plática.
Pensé, para mis adentros, qué era lo que
fallaba ¿Podía ser la voz monótona y cansina del sacerdote que predicaba desde
el púlpito? ¿ Debía ser la ignorancia,
por parte de los fieles, de los textos leídos? O tal vez era, que esa parte de
la Misa había quedado reducida a un cumpli –y- miento; es decir, asisto sin ser
consciente que las palabras que escucho han de ser aplicadas a mi vida diaria,
como crecimiento interior y aumento de mi vida espiritual. Reduciéndolas, por
parte de muchos, al ratito en el que pueden estar sentados y pensando en sus cosas, independientemente
del mensaje que se nos quiere hacer llegar.
Llegué a la conclusión, de que entre todos
hemos hecho un cristianismo lihth, con un Dios a nuestra medida.
Una
mujer no puede estar un poco embarazadita; o está embarazada, o no lo está. Los
fieles no podemos asistir un día a la semana para dar honra al Señor, y los
seis días restantes guardarlo en el armario para que no nos complique nuestra
plácida y cómoda existencia.
En invierno, los que gozan de una chimenea en
sus casas saben que no pueden poner unos troncos y olvidarse de ella, porque si
no la mantienen introduciendo nueva leña, están condenados a que se consuma y
se apague. Pero también conocen la importancia de las pequeñas ramas que
contribuyen a que, en un principio, prenda con facilidad.
En la fe ocurre algo similar. Hay normas que
por sí solas pueden tener poca importancia, pero sumadas unas a las otras nos
ayudan a tener una constante presencia de Dios.
Abrir
los ojos a un nuevo día, y elevar una acción de gracias al cielo, nos quita
escasamente unos segundos de nuestro tiempo.
A
las doce del medio día, rezar el Ángelus a la Virgen como memento agradecido de
su sí, que hizo posible la redención del género humano, puede parecernos un
acto repetitivo; pero yo recuerdo cuando en mis lejanos años de noviazgo,
quedaba con el que hoy es mi marido para llamarnos siempre a una hora
determinada del día; simplemente para recordarle, lo mucho que le quería. Os
puedo asegurar que lo esperábamos con ansiedad y nos llenaba de alegría, porque
sabíamos que en ese momento justo nos unía, a pesar de la distancia, nuestro común
pensamiento en el corazón. Y por eso, no podéis olvidar que el amor humano y el
divino, no tienen características distintas; ya que sólo sabemos amar de una
manera: con todo el alma y teniendo presente al amado, en todos los momentos y
circunstancias.
Leer cada día un versículo del Evangelio y
pensar qué nos dice el Señor a nosotros personalmente, recogiéndonos en oración
-que no es más que mantener una conversación donde hablamos y escuchamos en la
profundidad de nuestro interior- nos robará un escaso espacio del tiempo, que
tal vez dedicamos al nuevo premio Planeta de novela. En ningún momento hablo de
suplir una lectura por otra, sino de ordenar y versificar nuestra vida, para
poder encontrar el momento para cada cosa.
¿Y esa costumbre tan cristiana que han
conseguido erradicar, dejándola casi relegada a claustros e instituciones religiosas,
como es el Rosario? El Santo Padre repite, sin cansancio, que es el arma más
poderosa con que cuenta el hombre, para hacer llegar sus peticiones a Dios.
Nadie queda indiferente ante el ruego de su madre, y María lo es de Cristo. ¡Qué
craso olvido! Ese “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte.”, es una súplica diaria lanzada al corazón más maternal que existe.
Al anochecer, antes de cerrar nuestros ojos
cansados, pensar unos minutos qué habéis hecho que tenga que ser corregido; qué
hubierais podido hacer de bueno y proponeros para el día siguiente, una
concreta lucha de mejora. A ese pequeño balance del día se le denomina examen
de conciencia y, como en cualquier negocio, es indispensable para crecer en
nuestra vida interior.
El sustento diario de la hoguera de nuestra
fe, os puedo garantizar que contribuirá a que durante la celebración de la
Misa, seáis unos cristianos coherentes y participativos del momento más crucial
que desde lo alto se nos regala: la entrega a cada uno de nosotros, por parte
de Dios, de Cristo como alimento del alma y co-redención del género humano.