10 de diciembre de 2014

¡Y digo jamás!



Evangelio según San Mateo 11,28-30.


Jesús tomó la palabra y dijo:
"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana."

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, Jesús –con sus palabras- anuncia que ya ha llegado ese tiempo nuevo de restauración, en el que el Señor atraerá a los fieles con vínculos de afecto y amor, como ya profetizó Oseas. Se ha terminado ese “yugo” pesado y costoso de cumplir, en el que se había convertido “la Ley de Moisés”; sobrecargada de minuciosas prácticas insoportables, que no daban paz al corazón. El mismo san Pedro así lo había reconocido, cuando habló a los suyos en el Concilio de Jerusalén: “¿Porqué tentáis ahora a Dios, imponiendo sobre los hombros de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar?” (Hch 15,10)

  Cristo es esa iniciativa de Dios que, cómo a los pájaros, da alas a los hombres para que al cumplir el mandamiento del Amor, se acerquen al Cielo, alzando sus pies del barro de la tierra. Es el mismo Maestro el que nos indica que caminar a su lado por este mundo, conlleva esa paz de espíritu que es independiente de las circunstancias y las contrariedades. Porque justamente esa tranquilidad, que sosiega el ánimo y nos permite descansar en la Providencia, es el conocimiento de haber encontrado en el Evangelio, al Hijo de Dios.

  No hay una frase más bonita ni más real, entre las líneas del texto sagrado, que aquellas que pronuncia el propio Cristo cuando se hace presente entre los suyos: “La paz sea con vosotros”; porque solamente a su lado, podemos alcanzar ese sosiego interior que es el preámbulo de la Gloria. Ese sentimiento que nos llena de gozo en la tribulación, y de alegría en la cotidianidad, porque pone la confianza y la esperanza, no en nosotros, sino en la santísima misericordia de Dios. Ese es, justamente, el distintivo del cristiano que ha aprendido a hacer suya, la voluntad del Señor.

  Pero Jesús va más allá y nos dice que hemos de tomar ejemplo de Él, y volvernos humildes y mansos de corazón. Esas características que, aparentemente, hoy en día están obsoletas y han sido sustituidas por la competitividad y la soberbia. Pero la humildad y la mansedumbre son dos virtudes necesarias e incuestionables, para poder alcanzar la felicidad, al lado del Señor. Ya el Antiguo Testamento, a través de los Salmos, nos recordaba que solamente aquellos que saben ser pacientes, desistir de la cólera y el enojo, y confiar en Dios sobre todas las cosas, heredarán la tierra y poseerán la paz. Ya que la intranquilidad siempre es fruto de la duda, el orgullo y la ira. De creernos mejores de lo que somos, e intentar conseguir más de lo que tenemos.

  Pero el Maestro nos sosiega, porque nos enfrenta a nuestras miserias; y nos insiste con amor, para que luchemos y construyamos un mundo mejor, primero para Dios y luego para los demás. Y todo ello descansando siempre, en la voluntad divina: que nos conduce a aceptar los planes que El Señor ha dispuesto para nosotros, aunque en ese momento no podamos entenderlos porque no se identifican con los nuestros.

  Y cuando eso ocurra, hemos de tener la humildad de reconocer que, tal vez, hemos perdido el Norte de nuestra vida y el Señor, de formas diversas, nos lo ha hecho recuperar. Porque la paz nace de la seguridad de que ese Jesús, que se encuentra a nuestro lado hasta el fin de los tiempos en la vida sacramental de su Iglesia, y que ha recorrido por amor nuestro los valles tenebrosos, las montañas abruptas y los abismos profundos, no dejará jamás de luchar por nosotros ¡y digo jamás! La paz, hermanos míos, sólo se consigue  de la guerra que libramos contra nosotros mismos y nuestros pecados para ser cada día, un poco mejores; para ser cada día, ejemplos vivos de la doctrina que predicó en esta tierra, Jesús Nuestro Señor.