16 de diciembre de 2014

¡Un orgullo sano!



Evangelio según San Mateo 21,28-32.


Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
"¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero, le dijo: 'Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña'.
El respondió: 'No quiero'. Pero después se arrepintió y fue.
Dirigiéndose al segundo, le dijo lo mismo y este le respondió: 'Voy, Señor', pero no fue.
¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?". "El primero", le respondieron. Jesús les dijo: "Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios.
En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él".

COMENTARIO:

  Con esta parábola del Señor, que nos transmite Mateo en su Evangelio, podemos observar cómo –de una forma sutil- el Maestro se refiere al rechazo de Israel a su Dios; y la decisión divina de crear un Nuevo Pueblo. Este es un ejemplo clarísimo de que el Padre llama a sus hijos a la conversión de sus corazones, pero nunca interfiere en sus decisiones. Porque la libertad es el componente principal del ser humano, y la esencia misma del verdadero amor.

  Israel es como ese hijo que primero dijo que sí, a través de toda su historia –que nos relata el Antiguo Testamento-. Un sí cargado de traiciones y desobediencias, que germinó en el rechazo a un Mesías que no era, ni mucho menos, el que su soberbia y su egoísmo, habían idealizado. Era un sí a seguir a Dios, condicionado a la dificultad del camino; a las horas de espera; a las renuncias necesarias; a los nacionalismos exigidos. Un sí “farisaico” que admite una Ley, que luego no cumple.

  En cambio Jesús les advierte que todos aquellos que, aparentemente por sus faltas cometidas, parece que han dicho “no” a los mandatos divinos; y al escuchar las palabras del Maestro y arrepentirse de sus obras, se convierten ante los signos que perciben, cumpliendo la voluntad del Padre, se harán merecedores de entrar en el Reino de los Cielos. Por eso Cristo abrirá su Corazón al amor de todos aquellos que quieren pertenecer al Reino de los Cielos; no por raza, ni por color, ni por sangre, sino por la entrega, el deseo y la pasión hacia ese Jesús de Nazaret, que ha formado –junto a los suyos- la Iglesia Santa. Y le ha entregado su Espíritu, para que permanezca con Ella, hasta el fin de los tiempos.

  Pero para poder formar parte de esa enorme familia cristiana, que comenzó como una pequeña semilla que germinó en el alma de unos discípulos entregados y, a la vez, asustados, que rezaban con María a la espera del Paráclito, hemos de cumplir tres jalones en el camino de la salvación: primero de todo, ver. Abrir los ojos del alma y, con fe, contemplar la Verdad de la Revelación: Jesucristo. Después, arrepentirse; ya que hemos de estar dispuestos a reconocer nuestras faltas, pedir perdón en la Penitencia y, con un corazón contrito y humillado, pedir ayuda al Señor en los Sacramentos. Y para finalizar, creer. Hemos de tener la seguridad que nos da la Palabra. Esa evidencia que nace y madura en la oración y en el trato profundo con Dios; con la interiorización de su mensaje y la confianza en su Persona. 

  Podremos limpiar nuestras faltas, si como hicieron aquellos a los que se refiere Jesús en el texto, nos ponemos en manos del Médico que sana la enfermedad del pecado, e ilumina la oscuridad que tejieron las tinieblas del diablo. Sólo se necesita la intención de querer, de mejorar, de ser… porque el resto ya lo pondrá el Señor. Se necesita la lucha interior e incansable por pertenecer y mantenernos como “ciudadanos” del Nuevo Pueblo de Dios; ese orgullo sano y personal, de pertenecer a la Iglesia de Cristo.