1 de diciembre de 2014

¡Sólo así!



Evangelio según San Mateo 8,5-11.


Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole":
"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".
Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".
Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.
Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos".

COMENTARIO:

  Para entender bien las palabras de este centurión romano, que se acercó a Jesús en Cafarnaún -y que nos cuenta en su Evangelio san Mateo- hemos de conocer bien que, en aquellos tiempos, cuando un judío entraba en casa de un gentil, contraía impureza legal. Por eso ese hombre, que denota en el ruego que le hace al Maestro para que sane a su criado, una delicadeza especial en el trato, no quiere perjudicarle al pedirle insistentemente el milagro, y desea evitar que penetre en su morada. De ahí que, ante sus palabras, podamos contemplar un acto de fe tan magistral, que la Iglesia lo ha dejado como ejemplo perenne en el momento solemne en el que vamos a recibir a ese mismo Jesús, que se encontraba en su presencia, en la Sagrada Eucaristía.

  El centurión no tiene ninguna duda del poder de Cristo; por eso lo ha ido a buscar. Le llama Señor y, ante el símil de la potestad, le demuestra que entiende perfectamente delante de Quien se encuentra: ya que igual que él actúa en nombre del César, y sus órdenes se acatan porque el césar es el que tiene el poder, asume que Jesús actúa en la tierra con la potestad de Dios y, por ello, todo lo que Él diga, se hará. Comprende que no hace falta que el Señor se mueva, ni que toque, simplemente con que quiera, reconoce que la enfermedad remitirá. No tiene dudas de la majestad de Aquel que camina humildemente por tierras de Palestina; ni se pregunta el porqué Dios ha decidido hacerse Hombre, en una tierra dominada y conflictiva. Simplemente cree con firmeza, que se halla ante el Hijo del Altísimo.

  Llama la atención que sea el sufrimiento de otro ser humano, querido por el jefe de la centuria romana, el que haya dado paso al encuentro con el Maestro. Ya que, aunque nos parezca mentira, el sufrimiento siempre nos une a Dios; porque nos permite comprender nuestra fragilidad y la necesidad que tenemos de la fuerza de Nuestro Señor. Y también podemos observar que la actitud de este hombre, y que no era propia de la sociedad romana, preocupándose por alguien que estaba a su servicio, denota la bondad que reinaba en su interior. Ya que sólo así, desde una posición abierta al amor de los demás, sin importarnos su condición, podremos alcanzar a comprender y aceptar la realidad divina de Jesús de Nazaret.

  Vemos como el Maestro aprovecha ese encuentro con un creyente gentil, para profetizar el destino universal del Evangelio. Esas puertas abiertas al mundo, que sólo tendrán en consideración la voluntad de querer cruzarlas; porque en el otro lado, en la Barca de la Iglesia, nos estará esperando Cristo Sacramentado.

  Podemos apreciar como al instante del acto de fe del centurión, Jesús traduce en hechos los sentimientos, y obra el milagro. Y lo hace porque aquel hombre, no ha esperado a creer ante los acontecimientos; sino que ha creído, y su confianza ha motivado los acontecimientos. Estamos ante un Dios que quiere nuestra entrega por amor; y que nos exige un amor incondicional y desinteresado. Quiere que le queramos por lo que Es, y no por lo que puede darnos.

  Pero tampoco podemos pasar por alto, esas palabras que demuestran lo que siente el romano desde el fondo de su corazón: “Señor, yo no soy digno…” Porque la fe sin humildad, no tiene sentido: ya que creer denota que sabemos ante Quien nos encontramos; y reconocemos su Inmensidad, alabándolo. Sólo así, entregando lo poco que somos, lograremos que el Señor lo tome en sus manos y nos lo haga fructificar; devolviéndonos el ciento por uno. Sólo así, dándole a Dios la verdad de nuestro ser y nuestro querer, podrá por su Gracia y su divina voluntad, hacernos crecer en fe, esperanza y caridad. ¡Sólo así!