11 de diciembre de 2014

¡No oigas, escucha!



Evangelio según San Mateo 11,11-15.


Jesús dijo a la multitud:
"Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.
Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo.
Porque todos los Profetas, lo mismo que la Ley, han profetizado hasta Juan.
Y si ustedes quieren creerme, él es aquel Elías que debe volver.
¡El que tenga oídos, que oiga!"

COMENTARIO:

  Vemos como este Evangelio de san Mateo, recoge esas palabras de Jesús en las que ensalza a Juan el Bautista; y señala la adecuación de su predicación, a la doctrina del Maestro. Anota que, como le sucederá a Él mismo, su primo también sufrirá la incredulidad de su pueblo y terminará sus días, con una muerte violenta.

  Pero el Señor, a su vez, hace notar las diferencias esenciales que sitúan a cada uno en el lugar que le corresponde en la historia de la salvación: Juan es el precursor; aquel que allana y prepara los caminos  -los corazones de los hombres- para la venida de Cristo. El que hablará de la necesidad de la conversión y el arrepentimiento, para dirigir la vida hacia la redención. Ya que ese es el requisito indispensable que nos obliga a volver los ojos al Padre y ser fieles al compromiso –la Alianza- que libremente adquirimos con su Hijo.

  Y así es como el Bautista, al igual que los brotes de los árboles que nos anuncian la llegada del verano, descubre a los hombres que se ha cumplido el tiempo de la salvación, con la llegada de Jesucristo al mundo. Es por eso que a Juan se le compara con Elías, el profeta que conforme a las creencias de entonces, debía regresar antes de la llegada del Mesías. Ante eso, el Maestro aprovecha para decirnos que ese hombre que viste pieles de animales y vive con una austeridad, más propia de un anacoreta, es uno de los más grandes delante del Señor. Porque él, si recordamos, fue elegido por Dios desde el vientre de su madre –Isabel- para estar íntimamente ligado a la vida de Jesús. Aunque el hijo de Zacarías, se sabe indigno de desatar las sandalias del Hijo de María; porque reconoce en su Humanidad, la divinidad de Aquel que el Padre ha manifestado como su Cordero.

  Ante ese discurso, Jesús, aprovecha para que no olvidemos nunca que lo que hace grande a los hombres, es la pertenencia al Reino. Esa participación en los planes divinos, que nos eleva a miembros de su Iglesia e hijos de Dios. Esa es la importancia y la magnanimidad que nos entrega Cristo con su sacrificio; y de nosotros depende aceptarla o no. Por eso ser grande a los ojos del Altísimo, es fruto de nuestra respuesta responsable a su invitación a participar con Él, como familia cristiana, en la Evangelización de este mundo.

  Pero Jesús nos advierte que desde que el Bautista anunció su presencia divina aquí en la tierra, los poderes del infierno redoblaron sus esfuerzos para hacernos sucumbir a las tentaciones; y así terminar con nuestra esperanza. Y esa actitud diabólica tiene como fecha de caducidad el fin de los tiempos; por eso no hemos de bajar jamás la guardia y esforzarnos en mantener la fe y la fidelidad inalterables. Hemos de luchar, como nos recomendó Juan, para que cuando llegue el momento de la tribulación, que llegará, estemos dispuestos a permanecer al lado del Señor y recurrir a su Gracia.

  Y eso no se consigue solamente con querer, sino con haber querido vivir cada minuto de nuestra vida al lado de Jesús, recibiendo su Fuerza y escuchando su Palabra. Porque como nos advierte san Pablo, en su Carta a los Efesios: “No es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires” (Ef. 6,12). Cristo nos llama a estar vigilantes y ser luz que ilumine la oscuridad que ha sembrado el pecado. Nos insta a ser inocentes como palomas, pero sagaces como serpientes, para no caer en las redes de este mundo, que busca nuestra perdición. Y nos da las armas para conseguirlo: la Oración, el Evangelio y los Sacramentos. Ya habéis escuchado al Señor, que no nos permite hacernos los sordos e ignorar su mensaje. Porque una cosa es oír, y otra muy distinta, prestar atención a lo que se nos dice: ya que eso requiere intención y, por ello, la entrega de nuestra voluntad.