20 de diciembre de 2014

¡Cruza el Puente!



Evangelio según San Lucas 1,26-38.


En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".
El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios".
María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó.

COMENTARIO:

  En este Evangelio, Lucas desarrolla uno de los momentos culminantes en la historia de la Redención: ese misterio de la Encarnación que, en sí mismo y su desarrollo, comporta diversas realidades. Ante todo, podemos observar como el Ángel, que en el capítulo de ayer fue enviado al Templo para dar la buena nueva a Zacarías, es destinado ahora por Dios, para que se dirija a una humilde doncella de una aldea perdida de Galilea. Porque para el Señor no cuenta el dónde, ni el qué tenemos, sino quienes somos. Ya que cada uno de nosotros, tiene una misión determinada desde antes de la Creación, que deberemos descubrir a través de la Oración, la Palabra y el encuentro con Jesús, en los Sacramentos. Nos ha escogido, a pesar de nuestras debilidades, y nos ha situado en un lugar determinado, para que, si queremos, seamos parte integrante del puzle de la salvación.

  Pues bien, ante las palabras del enviado celestial, que son de una densidad extraordinaria, descubrimos que la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, sin intervención de varón. Y que ese Hijo, en el sentido más fuerte de la expresión, será al mismo tiempo que el Hijo de María, el Hijo de Dios. Que el Señor la ha elegido, porque para Él es la “llena de Gracia”; la criatura más singular que hasta ahora ha venido al mundo. Mientras que, para los hombres, Ella es solamente una virgen desposada con José, de la casa de David.

  Cuantas veces, cada uno de nosotros cuando miramos a nuestros hermanos, sólo podemos apreciar lo que nuestros sentidos nos presentan; sin intentar profundizar más y llegar a descubrir la verdad que anida en su corazón. Esa verdad que se refiere a la altísima dignidad del ser humano y que es totalmente independiente del lugar donde hemos nacido, del idioma que hablamos, o de las circunstancias que nos han rodeado. La grandeza de las personas consiste en su imagen divina, aunque sus miserias la hayan enturbiado. Y en que todo un Dios, para no perderlas, se ha encarnado y se ha hecho Hombre, para redimirnos con su Santo y profundo Sacrificio.

  Esos momentos que contemplamos, en la alcoba silenciosa de la casa de María, son el comienzo, y en parte la culminación, de la historia de la Redención. Porque todo está pendiente de la entrega a la voluntad divina, de la Muchacha de Nazaret. Gabriel expresa, para ello, una acción singular, soberana y omnipotente en la que Dios, evocando la creación -cuando el Espíritu descendió sobre las aguas para dar vida- espera la respuesta de la Virgen, que se considera a Sí misma “la esclava del Señor”. El Padre, como siempre, quiere confiar la salvación a nuestra libre respuesta; y, para ello, le desgrana toda la revelación sobre el Mesías. No quiere que a la Joven, le queden dudas sobre su elección; y así le afirma que, ese Niño, que es el cumplimiento de las promesas que tantas veces leyó y escuchó en el Antiguo Testamento, es a la vez el Santo y el Hijo de Dios. Le descubre una realidad que traspasa todo lo imaginable, porque ilumina el misterio de la Trinidad Beatísima. Y Ella, que es esa humilde sierva que sólo ha querido ser fiel a la entrega total a su Señor, asiente por amor, ante una realidad que no había contemplado. No importan ahora sus propósitos, porque su vida está a disposición de los planes de Dios. Así, de este modo y de esta manera, en su “sí” rendido, el “nudo de la desobediencia de Eva, fue desatado por la obediencia de María”. La incredulidad de una, fue superada por la fe de la Otra. Por eso, ya que a través de la mujer de Adán, cómo representante de todo el género humano, entró el pecado y la muerte en el mundo, por la Virgen María –representante de toda la Humanidad- hemos recuperado la Vida eterna.

  Es tan grande lo sucedido entre el Ángel y Nuestra Señora que, como curre muchas veces, nos hemos acostumbrando a los hechos sublimes, por meditarlos –sin profundizar- cada año. Nadie tan pequeño a los ojos de los hombres, ha realizado –ni realizará- un acto tan grande que nos afecte a todos. Por eso Dios la eligió para que fuera corredentora con Jesucristo, en la obra de la salvación. Ella es el ejemplo de la disponibilidad que hemos de tener todos los hombres, ante las circunstancias que nos surgen en nuestro día a día. En la confianza en la Providencia, que no nos permite perder la paz. En Ella asumió la naturaleza humana, el Rey de Reyes; Ella le acompañó en su caminar terreno: le cuidó, le protegió, le educó. Ella le acogió en sus brazos, cuando le descendieron, muerto, de la Cruz. Ella lo introdujo en el sepulcro y esperó, junto a los Apóstoles, su Resurrección. Ella fue el sostén en los momentos de miedo, duda y tribulación, de la Iglesia primitiva. Ella fue… Todo, para el comienzo de la fe. Tú y yo, que conocemos por el Evangelio esa realidad, no podemos caer en la tentación del diablo de olvidar y minusvalorar ese enorme regalo divino, que nos ha sido entregado para alcanzar nuestra redención. Defiéndela, ámala, y aprovéchate, para cruzar a la otra orilla donde Jesús nos espera, de ese Puente seguro que ha tendido para nosotros, con su protección maternal.