6 de diciembre de 2014

¡Capítulo octavo!



C A P I T U L O   V I I I


  Si hay algo en esta vida que deja descolocados a los padres con los que cambio impresiones, es pedirles que eduquen a sus hijos en la alegría. Ya que parece en principio, que es una cuestión de sentimientos, de circunstancias y de oportunidades; pero os aseguro que no hay nada tan lejos de la realidad.

  La definimos como la conquista de la voluntad, del querer “querer”, que brota de un corazón generoso y confiado; y que está ligado íntimamente a la serenidad. Sin olvidar que éste último término, es ese sosiego y disponibilidad del ánimo, resistente a la turbación que ocasionan las pasiones y los accidentes de la vida.

  Y todo lo que es voluntarioso, se puede ejercitar; porque ningún atleta olímpico fortalece sus músculos en el sofá de su casa, sino levantando pesadas pesas en el gimnasio al que habitualmente asiste, muchas veces sin ganas.

  Es imprescindible, para que los nuestros puedan vivir con gozo cada día de su vida, a pesar de las dificultades, el sentido de filiación divina. Somos hijos de Dios; y elevados a esa categoría, por el sacrificio de Cristo que nos enseñó que el sufrimiento no es gratuito, ni un castigo, sino un medio para corredimir.

  En una carrera de obstáculos, los participantes luchan por llegar los primeros; olvidándose de su cansancio, y sin hacer caso de su corazón que se acelera con el esfuerzo. El que no se olvida de sí mismo ni se supera, pierde. Los estudiantes en época de exámenes roban horas de descanso a la noche y superan el sopor que les invade, pensando en el aprobado que desean conseguir. Generalmente las mujeres, más que los hombres por nuestra constitución hormonal, nos dedicamos a pasar temporadas de un hambre atroz, privándonos de todo aquello que nos es apetitoso en función de reducir unos centímetros de nuestra figura. Y todos nosotros “sufrimos” gustosos, porque todos nosotros tenemos una finalidad.

  El género humano necesita conocer su genealogía, su historia; ya que si se sabe hijo, se sabrá protegido. Y si conoce la vida de Cristo, conocerá el significado de su propio sufrimiento, sabiendo ver frente al final de nuestra vida terrena, el principio de la sobrenatural. Sabrá encontrar en la Historia de la Salvación -en la Revelación- el principio y el final de su existencia.

  Nuestro cristianismo no termina el Viernes Santo, sino que comienza el Sábado de Gloria, con la resurrección; no tenemos una religión de muertos sino de vivos, con el mensaje divino de que la vida se cambia pero no se pierde, siendo la muerte el conocimiento que ilumina la vida.

  Ningún padre desea nada malo para sus hijos, aunque es posible que a veces, por cuestiones didácticas o para librarles de un mal mayor, les haga sufrir. ¿Tanto cuesta entender este planteamiento al elevarlo a la vida sobrenatural? Decía Mosén Jacinto Verdaguer, que “cuando más pesadas son las alas de un ave, más alto vuela con ellas”.  

  Pero como os decía al principio, es importante formar a nuestros hijos en el conocimiento de que el sufrimiento, no es sinónimo de desgracia; no les deis una vida regalada que nada les favorece. En el gimnasio de la vida deben aprender a fortalecer su voluntad con pequeñas renuncias que les supongan graduales esfuerzos, preparándolos con doctrina y ejemplo a enfrentarse a los desasosiegos que se encontrarán a lo largo de su existencia. Y hay que hablarles del final del camino no como una pérdida, sino como decía san Pablo, como una total ganancia. Porque el Señor es un jardinero que riega y cuida cada día la flor, para cuando está más hermosa cortarla. No un cazador agazapado en silencio, para al menor descuido abatir la pieza.

Esa  visión clara generará una confianza en Dios, que nos dará la certeza frente a la tribulación de que todas las cosas que nos ocurran, siempre serán un bien para nosotros; encontrando la paz en la incertidumbre y las fuerzas para enfrentarnos a las dificultades.
A esa virtud de espera confiada es a la que denominamos esperanza, y está íntimamente ligada a la alegría.

No debe extrañarnos, como humanos que somos, el aguijón del dolor y la inquietud; porque la paz que produce la serenidad, es siempre consecuencia de la lucha que tendremos frente a las tentaciones y desesperanzas. Pero Jesús nos conforta desde el Evangelio con sus palabras: ”No os pongáis tristes. No os inquietéis por el mañana, pues tendrá cuidado de sí mismo”.

Esa seguridad debe producir un optimismo en nosotros que contagie a los que caminan a nuestro lado. Ruskin decía:”En un estanque podéis ver el lodo que yace en el fondo, o la imagen del cielo que está por arriba”. Si tenemos la certeza de que Dios nos dará la fuerza necesaria para sobrellevar las cargas de cada día, la serenidad anidará en nuestra alma. Y esa sensación placentera, que no es falta de dificultades, se transmitirá en sosiego y en una visión positiva de la vida. Contribuimos, olvidándonos de nosotros mismos, a facilitar la vida de los demás, muchas veces con una simple sonrisa; porque no hay santo más triste, que un triste santo. La Madre Teresa de Calcuta, cuando cuidaba enfermos de lepra y muchos mendigos que estaban en una situación terminal,  lo resumía diciendo:”Lo que sorprende a los demás no es tanto lo que hacemos, sino comprobar que nos sentimos felices de hacerlo y sonreímos haciéndolo”. Esa es la alegría cristiana de la que nos habla el Evangelio; la que surge de descubrir la realidad de Dios en el hombre. No se la negéis a vuestros "pequeñuelos".