C A P I T U L O V I I I
Si hay algo en esta vida que deja
descolocados a los padres con los que cambio impresiones, es pedirles que eduquen
a sus hijos en la alegría. Ya que parece en principio, que es una cuestión de sentimientos,
de circunstancias y de oportunidades; pero os aseguro que no hay nada tan lejos
de la realidad.
La
definimos como la conquista de la voluntad, del querer “querer”, que brota de
un corazón generoso y confiado; y que está ligado íntimamente a la serenidad. Sin
olvidar que éste último término, es ese sosiego y disponibilidad del ánimo,
resistente a la turbación que ocasionan las pasiones y los accidentes de la
vida.
Y
todo lo que es voluntarioso, se puede ejercitar; porque ningún atleta olímpico
fortalece sus músculos en el sofá de su casa, sino levantando pesadas pesas en
el gimnasio al que habitualmente asiste, muchas veces sin ganas.
Es
imprescindible, para que los nuestros puedan vivir con gozo cada día de su
vida, a pesar de las dificultades, el sentido de filiación divina. Somos hijos
de Dios; y elevados a esa categoría, por el sacrificio de Cristo que nos enseñó
que el sufrimiento no es gratuito, ni un castigo, sino un medio para corredimir.
En
una carrera de obstáculos, los participantes luchan por llegar los primeros;
olvidándose de su cansancio, y sin hacer caso de su corazón que se acelera con
el esfuerzo. El que no se olvida de sí mismo ni se supera, pierde. Los
estudiantes en época de exámenes roban horas de descanso a la noche y superan
el sopor que les invade, pensando en el aprobado que desean conseguir. Generalmente
las mujeres, más que los hombres por nuestra constitución hormonal, nos
dedicamos a pasar temporadas de un hambre atroz, privándonos de todo aquello que
nos es apetitoso en función de reducir unos centímetros de nuestra figura. Y
todos nosotros “sufrimos” gustosos, porque todos nosotros tenemos una
finalidad.
El
género humano necesita conocer su genealogía, su historia; ya que si se sabe
hijo, se sabrá protegido. Y si conoce la vida de Cristo, conocerá el
significado de su propio sufrimiento, sabiendo ver frente al final de nuestra
vida terrena, el principio de la sobrenatural. Sabrá encontrar en la Historia de la Salvación -en la Revelación- el principio y el final de su existencia.
Nuestro
cristianismo no termina el Viernes Santo, sino que comienza el Sábado de
Gloria, con la resurrección; no tenemos una religión de muertos sino de vivos,
con el mensaje divino de que la vida se cambia pero no se pierde, siendo la
muerte el conocimiento que ilumina la vida.
Ningún
padre desea nada malo para sus hijos, aunque es posible que a veces, por
cuestiones didácticas o para librarles de un mal mayor, les haga sufrir. ¿Tanto
cuesta entender este planteamiento al elevarlo a la vida sobrenatural? Decía
Mosén Jacinto Verdaguer, que “cuando más pesadas son las alas de un ave, más
alto vuela con ellas”.
Pero
como os decía al principio, es importante formar a nuestros hijos en el conocimiento
de que el sufrimiento, no es sinónimo de desgracia; no les deis una vida
regalada que nada les favorece. En el gimnasio de la vida deben aprender a
fortalecer su voluntad con pequeñas renuncias que les supongan graduales
esfuerzos, preparándolos con doctrina y ejemplo a enfrentarse a los
desasosiegos que se encontrarán a lo largo de su existencia. Y hay que
hablarles del final del camino no como una pérdida, sino como decía san Pablo,
como una total ganancia. Porque el Señor es un jardinero que riega y cuida cada
día la flor, para cuando está más hermosa cortarla. No un cazador agazapado en
silencio, para al menor descuido abatir la pieza.
Esa visión clara generará una confianza en Dios,
que nos dará la certeza frente a la tribulación de que todas las cosas que nos
ocurran, siempre serán un bien para nosotros; encontrando la paz en la
incertidumbre y las fuerzas para enfrentarnos a las dificultades.
A
esa virtud de espera confiada es a la que denominamos esperanza, y está íntimamente
ligada a la alegría.
No
debe extrañarnos, como humanos que somos, el aguijón del dolor y la inquietud; porque
la paz que produce la serenidad, es siempre consecuencia de la lucha que
tendremos frente a las tentaciones y desesperanzas. Pero Jesús nos conforta
desde el Evangelio con sus palabras: ”No os pongáis tristes. No os inquietéis
por el mañana, pues tendrá cuidado de sí mismo”.
Esa
seguridad debe producir un optimismo en nosotros que contagie a los que caminan
a nuestro lado. Ruskin decía:”En un estanque podéis ver el lodo que yace en el
fondo, o la imagen del cielo que está por arriba”. Si tenemos la certeza de que
Dios nos dará la fuerza necesaria para sobrellevar las cargas de cada día, la
serenidad anidará en nuestra alma. Y esa sensación placentera, que no es
falta de dificultades, se transmitirá en sosiego y en una visión positiva de la
vida. Contribuimos, olvidándonos de nosotros mismos, a facilitar la vida de los
demás, muchas veces con una simple sonrisa; porque no hay santo más triste, que un triste santo. La Madre Teresa de
Calcuta, cuando cuidaba enfermos de lepra y muchos mendigos que estaban en una
situación terminal, lo resumía
diciendo:”Lo que sorprende a los demás no es tanto lo que hacemos, sino
comprobar que nos sentimos felices de hacerlo y sonreímos haciéndolo”. Esa es
la alegría cristiana de la que nos habla el Evangelio; la que surge de
descubrir la realidad de Dios en el hombre. No se la negéis a vuestros "pequeñuelos".