13 de diciembre de 2014

¡capítulo noveno!



C A P I T U L O     I X



  Estando un día en el trabajo, se personó una muchacha conocida con un problema en sus lentes de contacto. Tenía pequeñas incrustaciones, que con una limpieza en profundidad salieron sin dificultad. Al entregárselas, contenta por haber solventado el problema, me preguntó por el importe; y como me había llevado tan poco tiempo solventar el problema, decidí que no valía la pena cobrarle nada, ya que era paciente mía desde muchos años atrás. Se despidió, y al darme la espalda sentí una profunda tristeza, pues no fue capaz de esgrimir una pequeña palabra que muchas veces consigue alegrar nuestro corazón: gracias.


  Al llegar a casa medité  durante un buen rato esa virtud humana, casi olvidada, que es la gratitud. ¿Es que casi nadie alberga en su interior ese sentimiento por el cual nos consideramos obligados a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho, o se nos ha intentado hacer, correspondiendo de igual manera?
Tal vez sea, pensé, por la alta estima que tenemos de nosotros mismos. Un refrán muy nuestro lo describe diciendo:” el mejor negocio que hay, es comprar una persona por lo que realmente vale y venderla por lo que cree que vale”.


  Algo tan sencillo como cedernos el paso o abrirnos una puerta, que en el fondo es facilitarnos la vida, merece por nuestra parte una respuesta afectuosa, si  nos sabemos  poco merecedores de esa deferencia. Yo creo que ahí radica el problema, confundido con la mala educación, que hoy vivimos tan habitualmente: la soberbia de creernos individuos con multitud de derechos y una carencia total de deberes.


  Si tuviéramos sentido de la introspección; si volviéramos los ojos a nuestro interior, a ese lugar profundo del alma que llamamos conciencia y nos viéramos con los ojos de la humildad, que nos enfrenta a nuestra verdad más profunda, descubriríamos todas las miserias, los egoísmos y los errores que forman parte de nuestra propia naturaleza. Que no somos acreedores de los bienes que recibimos, en primer lugar por parte de Dios y a continuación por parte de nuestro prójimo. Newman decía: ¡ Dios, que espantosamente distinto soy, de cómo debería ser!


  El mundo actual nos mueve a ser tan competitivos, que parece que sólo triunfa el que demuestra con orgullo su valía sobre los demás, aunque para ello haya tenido que pisar un montón de cabezas de sus propios hermanos. Y es que en la vida sobrenatural, nuestra familia son todas aquellas personas a las que miramos a los ojos, aunque tal vez no nos sintamos afines con ellas.


  Diría que esa virtud tan olvidada en nuestros días, la humildad, es en realidad una de las que potencia y beneficia la formación de las restantes. El conocimiento de nuestras bajezas nos tendría que fomentar el anonadamiento, primero ante Dios y después frente a nuestros congéneres;  aunque eso no debe ser confundido con la pusilanimidad ni el esconderse cómodamente sin hacer nada , sino hacer mucho y bien sin vanagloriarse  ni  enorgullecerse. Porque hemos de saber alabar, con satisfacción, los méritos que también otros han tenido; reconociendo que lo bueno que se esconde en nosotros, porque seguro que se esconde mucho de bueno, viene dado por la gracia de Dios.


  Consecuentemente, cualquiera que tenga a bien facilitarnos las cosas ya sea con una sonrisa, un gesto o una palabra agradable, debe ser depositario de nuestra gratitud, tomando forma en los actos humanos más comunes que ayudan a la convivencia y a los que damos el nombre genérico de educación.


  Un buen consejo evangélico es el que san Lucas nos narra en el capítulo 14 versículos 7-11, recomendando a un invitado de un evento que no tome por propia iniciativa los primeros puestos, ya que puede asistir otro de más honra y ser relegado; teniendo que sufrir una situación vergonzosa. Es más placentero que estando sentado en los últimos lugares, seamos llamados para ocupar los mejores asientos.


  La gloria nos será dada por los demás, pero jamás hemos de sentirla como un derecho propio.
Dios eligió a María como Madre, porque se fijó en la humildad que anidaba en su alma. Somos instrumentos en las manos del Creador y hemos de intentar ser los mejores para facilitar la tarea; pero sólo somos eso… pinceles en las manos de un artista, batutas en las manos de un maestro. Entender nuestra pequeñez, ayuda a comprender y tolerar los defectos de los demás, transigiendo y corrigiendo con cariño, los pequeños errores de los que conviven a nuestro lado. Y eso, amigos míos, es fomentar la paz y la alegría.