C A P I T U L O I X
Estando un día en el trabajo, se personó una
muchacha conocida con un problema en sus lentes de contacto. Tenía pequeñas
incrustaciones, que con una limpieza en profundidad salieron sin dificultad. Al
entregárselas, contenta por haber solventado el problema, me preguntó por el
importe; y como me había llevado tan poco tiempo solventar el problema, decidí
que no valía la pena cobrarle nada, ya que era paciente mía desde muchos años
atrás. Se despidió, y al darme la espalda sentí una profunda tristeza, pues no
fue capaz de esgrimir una pequeña palabra que muchas veces consigue alegrar
nuestro corazón: gracias.
Al llegar a casa medité durante un buen rato esa virtud humana, casi
olvidada, que es la gratitud. ¿Es que casi nadie alberga en su interior ese
sentimiento por el cual nos consideramos obligados a estimar el beneficio o
favor que se nos ha hecho, o se nos ha intentado hacer, correspondiendo de
igual manera?
Tal
vez sea, pensé, por la alta estima que tenemos de nosotros mismos. Un refrán
muy nuestro lo describe diciendo:” el mejor negocio que hay, es comprar una
persona por lo que realmente vale y venderla por lo que cree que vale”.
Algo tan sencillo como cedernos el paso o
abrirnos una puerta, que en el fondo es facilitarnos la vida, merece por
nuestra parte una respuesta afectuosa, si
nos sabemos poco merecedores de
esa deferencia. Yo creo que ahí radica el problema, confundido con la mala
educación, que hoy vivimos tan habitualmente: la soberbia de creernos individuos
con multitud de derechos y una carencia total de deberes.
Si tuviéramos sentido de la introspección; si
volviéramos los ojos a nuestro interior, a ese lugar profundo del alma que
llamamos conciencia y nos viéramos con los ojos de la humildad, que nos
enfrenta a nuestra verdad más profunda, descubriríamos todas las miserias, los
egoísmos y los errores que forman parte de nuestra propia naturaleza. Que no
somos acreedores de los bienes que recibimos, en primer lugar por parte de Dios
y a continuación por parte de nuestro prójimo. Newman decía: ¡ Dios, que
espantosamente distinto soy, de cómo debería ser!
El mundo actual nos mueve a ser tan
competitivos, que parece que sólo triunfa el que demuestra con orgullo su valía
sobre los demás, aunque para ello haya tenido que pisar un montón de cabezas de
sus propios hermanos. Y es que en la vida sobrenatural, nuestra familia son
todas aquellas personas a las que miramos a los ojos, aunque tal vez no nos
sintamos afines con ellas.
Diría que esa virtud tan olvidada en nuestros
días, la humildad, es en realidad una de las que potencia y beneficia la
formación de las restantes. El conocimiento de nuestras bajezas nos tendría que
fomentar el anonadamiento, primero ante Dios y después frente a nuestros
congéneres; aunque eso no debe ser confundido
con la pusilanimidad ni el esconderse cómodamente sin hacer nada , sino hacer
mucho y bien sin vanagloriarse ni enorgullecerse. Porque hemos de saber alabar,
con satisfacción, los méritos que también otros han tenido; reconociendo que lo
bueno que se esconde en nosotros, porque seguro que se esconde mucho de bueno,
viene dado por la gracia de Dios.
Consecuentemente, cualquiera que tenga a bien
facilitarnos las cosas ya sea con una sonrisa, un gesto o una palabra
agradable, debe ser depositario de nuestra gratitud, tomando forma en los actos
humanos más comunes que ayudan a la convivencia y a los que damos el nombre
genérico de educación.
Un buen consejo evangélico es el que san
Lucas nos narra en el capítulo 14 versículos 7-11, recomendando a un invitado
de un evento que no tome por propia iniciativa los primeros puestos, ya que
puede asistir otro de más honra y ser relegado; teniendo que sufrir una
situación vergonzosa. Es más placentero que estando sentado en los últimos
lugares, seamos llamados para ocupar los mejores asientos.
La gloria nos será dada por los demás, pero
jamás hemos de sentirla como un derecho propio.
Dios
eligió a María como Madre, porque se fijó en la humildad que anidaba en su
alma. Somos instrumentos en las manos del Creador y hemos de intentar ser los
mejores para facilitar la tarea; pero sólo somos eso… pinceles en las manos de
un artista, batutas en las manos de un maestro. Entender nuestra pequeñez,
ayuda a comprender y tolerar los defectos de los demás, transigiendo y corrigiendo
con cariño, los pequeños errores de los que conviven a nuestro lado. Y eso,
amigos míos, es fomentar la paz y la alegría.