Evangelio según San Mateo 9,27-31.
Cuando
Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: "Ten piedad de nosotros,
Hijo de David".
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: "¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?". Ellos le respondieron: "Sí, Señor".
Jesús les tocó los ojos, diciendo: "Que suceda como ustedes han creído".
Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: "¡Cuidado! Que nadie lo sepa".
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: "¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?". Ellos le respondieron: "Sí, Señor".
Jesús les tocó los ojos, diciendo: "Que suceda como ustedes han creído".
Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: "¡Cuidado! Que nadie lo sepa".
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Mateo nos muestra la actitud de dos ciegos, que buscan al Maestro para que
les sane. Son dos invidentes que, a pesar de las dificultades con las que se
encuentran, han seguido a Jesús por los caminos de la aldea. Ellos no sabían si
el Señor los había visto; si había
advertido su necesidad. Y ante la duda, elevan su voz fuertemente, en una
oración de súplica.
Se dirigen a
Él, no como a ese Hombre del que todos hablan; no como a ese Profeta, que ha
venido a hacer grandes cosas; sino con el convencimiento de que se encuentran
delante del Mesías prometido, delante del Hijo de David. Aquellos hombres,
impedidos para ver, han contemplado la inmensa realidad que los mandatarios de
Israel, se han negado a descubrir. Y es que muchas veces, lo que vemos no deja que
nos percatemos de la Verdad que esconde.
Jesús les
pregunta, cuando se encuentra frente a ellos, por su fe. Calibra si esos
hombres prueban suerte, porque no tienen nada a perder, o bien si están
convencidos de que su Gracia puede sanarlos. Penetra hasta el fondo de su
corazón, para descubrir si son capaces de ver, con los ojos de la esperanza. Y
allí, en su interior, conoce una voluntad rendida, que ha sabido desvelar la
divinidad de Cristo, en su humanidad santísima. Cuantas veces nosotros,
deberíamos ser como esos ciegos de Galilea; y, como ellos, ser capaces de
reconocer en la realidad de la historia, la mano de Dios.
El Señor jamás
nos dará esa certeza, que fuerza al hombre a creer ante la evidencia. Ni nos
dejará ante un misterio tan insondable, que seamos incapaces de llegar a
descubrirlo. Jesús sabe que somos limitados y, muchas veces, nos comportamos –por
nuestras pasiones- como esos ciegos que no pueden disfrutar de lo que sus ojos
perciben. Pero para las cosas del Altísimo, sólo nos hace falta tener despierta
el alma y saber apreciar lo que a otros se les escapa: la inmensidad de Dios en
cada cosa, en cada circunstancia, en cada momento y, sobre todo, en cada
persona.
Hemos de saber
descubrir, en la pequeñez y humildad del Pan Eucarístico, la presencia sublime
del Hijo de Dios. Sólo así, cuando en la soledad de nuestra conciencia el Señor
nos pregunte, ante nuestras súplicas: “¿Creéis que puedo hacer esto?” Nosotros
podremos responder con prontitud y confianza, que sí. Que estamos convencidos
que en la humildad Del Sagrario, nos aguarda –como hizo en su vida terrena- el
Mesías prometido. Y aunque no podamos verlo, como les ocurría a aquellos
ciegos, podremos escuchar su Palabra y conocer, por la luz del Espíritu, la Verdad
que se esconde en la apariencia.
Y es entonces,
cuando Jesús comprueba que no creen en Él por sus milagros, sino que piden el
milagro porque creen en su Persona, cuando les cura. Cumpliéndose de esta manera
las Escrituras, que nos indicaban que el Mesías devolvería la vista a los
ciegos. Pero es que el Maestro, como hace siempre, no sólo ha iluminado sus
ojos, sino su alma. Porque a partir de ahora, esos hombres serán testigos de su
grandeza. Y Jesús les advierte que no divulguen la noticia, porque sabe
perfectamente que su salvación no es la esperada por esas gentes de mentalidad
nacionalista que sólo esperan un libertador guerrero, y su alegría puede
ocasionarles problemas; pero ellos no hacen ningún caso y expanden la Buena
Nueva.
Ahora, sin
embargo, el Señor nos pide que clamemos al mundo su obra; que seamos testigos
de su amor, de su entrega y, sobre todo, de su realidad sobrenatural: Cristo es
Dios hecho Hombre, que ha sufrido, ha muerto y ha resucitado por todos
nosotros. Que nos espera en los Sacramentos, para estar a nuestro lado hasta el
fin de los tiempos. Y nos insta a dar gloria a Dios, sobre todas las cosas. Ya
no somos ciegos, porque hemos recobrado la vista en las aguas del Bautismo ¡Alabemos
a Dios, por ello!