16 de noviembre de 2014

¡Tenemos mucho trabajo!



Evangelio según San Mateo 25,14-30.


Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes.
A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. En seguida,
el que había recibido cinco talentos, fue a negociar con ellos y ganó otros cinco.
De la misma manera, el que recibió dos, ganó otros dos,
pero el que recibió uno solo, hizo un pozo y enterró el dinero de su señor.
Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores.
El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. 'Señor, le dijo, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado'.
'Está bien, servidor bueno y fiel, le dijo su señor, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor'.
Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: 'Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado'.
'Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor'.
Llegó luego el que había recibido un solo talento. 'Señor, le dijo, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido.
Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!'.
Pero el señor le respondió: 'Servidor malo y perezoso, si sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido,
tendrías que haber colocado el dinero en el banco, y así, a mi regreso, lo hubiera recuperado con intereses.
Quítenle el talento para dárselo al que tiene diez,
porque a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.
Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil; allí habrá llanto y rechinar de dientes'.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, el Señor nos hace contemplar una realidad que los hombres olvidamos, con muchísima facilidad: que todos los talentos que Dios nos ha dado, no son nuestros, sino un usufructo divino que deberemos devolver. Que el que nosotros gocemos de cosas, capacidades u oportunidades, que no las tienen nuestros hermanos, no es porque seamos mejores, ni más listos, ni más dispuestos, sino porque el Señor así lo ha contemplado, para que participemos de los planes divinos, en relación con la salvación. Y lo que sí está claro, más que claro transparente, es que nos pedirá cuentas -en el momento preciso y adecuado- de esos presentes y esas disposiciones que nos entregó. Y Jesús no nos dice cuando será eso; ni si nos dará tiempo a desarrollarlos, mucho o poco. Por eso, cuando antes nos pongamos en marcha, será tarde para desarrollar la tarea tan amplia, que se nos ha encomendado.

  No podemos dejar para mañana, todas aquellas obras que suman y perfeccionan al hombre, a través de actos de amor y de entrega. Porque hacer el bien, recordarlo, a los primeros que ayuda es a los que lo ejercen; principalmente porque contribuye a su santificación y, en segundo lugar, porque ver la felicidad en los demás, nos llena de alegría y consuelo. Y para que nos quede muy claro, de qué nos está hablando el Señor, nos pone el ejemplo de una bellísima parábola que clama al propio sentido común.  Nos habla de ese hombre, que tenía muchos bienes; y al irse, por un tiempo, se los dejó a sus criados –en los que confió- para que a la vez que los cuidaban, se los hicieran producir.

  Pensar que el talento, del que trata el texto, no era una moneda común, sino una unidad contable que equivalía, aproximadamente, a unos treinta y cuatro kilos de plata. Es decir, que Cristo –haciendo un paralelismo con nuestra realidad- nos advierte que a los bautizados nos ha hecho responsables de unos tesoros preciosísimos: como son nuestra alma y la de nuestros hermanos, que tenemos que cuidar, mimar, proteger, amar y hacer fructificar en el amor a Dios.  Porque vivir y transmitir la fe –que es obligación de todo cristiano- es como tirar una piedra en un estanque. Si observáis lo que ocurre, veréis que se forman unas ondas concéntricas que se expanden lentamente, y forman en el agua –empujándose unas a las otras- un movimiento que llega hasta la otra orilla. Pero para que eso ocurra, es necesario e imprescindible que tú y yo, lancemos con fuerza el guijarro de nuestro apostolado.

  Cierto es que el Señor no nos ha dado a todos los mismos talentos y, como ocurre con las ollas, las hay de muchos y distintos tamaños. Pero a todos, a través del Bautismo, nos las ha llenado con su Gracia; y espera que correspondamos a ello, con el esfuerzo y la libertad de la entrega a su voluntad, que es tarea de toda una vida. Por eso, porque desconocemos de qué tamaño es la vasija de nuestro prójimo, no podemos juzgar sus actos, ni si su respuesta a Dios es la adecuada; ya que eso solamente lo sabe el Señor, que se encuentra con el hombre, en la intimidad de su conciencia.

  Hemos de hacer rendir y multiplicar los dones naturales y sobrenaturales que hemos recibido: la vida, la salud, la familia, el trabajo, la fe… y hacerlo con la máxima generosidad de que seamos capaces para poder corresponder. Nunca jamás conseguiremos ¡ni en sueños! entregar a Jesús una mínima parte de lo que nos ha dado; aunque el Maestro –porque muere de amor por nosotros- agradece hasta nuestra más mínima expresión de cariño: esa oración silenciosa y recogida, sacada de nuestro tiempo libre; ese minuto entregado delante del Sagrario, para gozar de su presencia; ese tiempo compartido con nuestros hermanos, para paliar su soledad; ese dinero, fruto de nuestra renuncia personal, que ayuda a superar un mal momento a otro.

  El Hijo de Dios no especifica cómo quiere que cada uno de nosotros haga producir aquellas mociones que el Espíritu Santo nos ha hecho ver en el alma; pero sí que quiere que nos pongamos en camino y comencemos a trabajar. No podemos optar por la comodidad de devolver solamente, lo que nos ha entregado: la vida, sin haber sabido vivirla. Porque satisfacer nuestras necesidades más perentorias, de forma egoísta y natural, es algo que sabe hacer cualquier animal, que no goza de trascendencia. Tú y yo, somos imagen divina y, por ello, llamados no a dar, sino a darnos; no sólo a entregar lo que tenemos, en bien de la sociedad, sino a entregarnos manifestando con actos, la verdad sobrenatural que descansa en nuestro interior y que espera para ser manifestada. Y pensar que si estamos en Gracia, en nuestra alma se encuentra la Trinidad.

  Hemos de gritar al mundo, y a todos los que caminan a nuestro lado, que esta vida no es para nosotros, sino para Dios. Y que, nos guste o no, ese Dios estará esperando al final del sendero, para que le rindamos cuentas del maravilloso don que nos regaló, al darnos las aguas bautismales; al entregarnos el ser; al llamarnos a la existencia. No somos producto de una casualidad, y si lo analizáis con calma y sin dejaros llevar por ideologías materialistas que no responden ni a las primeras ni a las últimas cuestiones del ser humano, deberéis aceptar que Dios nos ha llamado desde la Causalidad, para que seamos, en el mundo, efecto de su Gloria. Tenemos mucho trabajo, y no podemos desfallecer en esa tarea divina, que nos hace participar de los planes de Dios.