5 de noviembre de 2014

¿Seréis capaces de abandonarlo?



Evangelio según San Lucas 14,25-33.


Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:
"Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, vemos como mucha gente sigue a Jesús; pero el Maestro quiere que todos aquellos que se atreven  a caminar junto a Él, no lo hagan porque se han sentido atraídos por unas bellas palabras o por una insigne doctrina, sino porque han interiorizado su mensaje y, haciéndolo suyo con la razón y el corazón, han decidido, en libertad, ser sus discípulos.

  El Señor nos habla de ese amor incondicional a Dios, que hemos de tener por encima de todo; y, sobre todo, por encima de nosotros mismos. Nos habla del desapego a las cosas de este mundo, que  deben estar al servicio de la expansión del Reino, y del bienestar de nuestros hermanos. Por eso Jesús trata, en su discurso, de la humildad y el desprendimiento; de no tener nada como propio, sino sentirnos usufructuarios de todos los bienes que debemos a la misericordia divina. Cada persona que nos quiere, cada circunstancia que nos beneficia o cada aspiración que conseguimos, no son medios para reafirmar nuestro orgullo, sino la muestra patente del amor de Dios, que debemos estar dispuestos a entregar. Pero si hay algo que el Señor espera de nosotros, es que estemos preparados para prescindir de nosotros mismos; que nos demos sin medida y sin recelo, con la única aspiración de poseer y hacer nuestro, al Hijo de Dios.

  La radicalidad de las palabras de Jesús, que según la traducción se puede leer como “ame más” u “odie”, pueden parecer duras, pero hay que entenderlas dentro del lenguaje bíblico que reproducen. Por eso el Maestro, para que no haya errores, quiere que desarrollemos esa cultura histórica y trascendente, que nos permite leer y releer sin error la Escritura Santa; apoyándonos en la Tradición y el seguro Magisterio de la Iglesia, que está permanentemente iluminado por el Espíritu Santo.  Es allí donde contemplamos que “amar y odiar” no tienen el mismo significado que en nuestros días, sino que denotan preferencia y, sobre todo, elección. Así, por ejemplo, podemos observar cómo se nos cuenta en Génesis(29, 28-30) que Jacob amaba a Raquel y aborrecía a Lía; o bien, que el Señor amó a Jacob y odió a Esaú. Cuando sabemos que el odio es imposible para Dios. Por eso el texto se refiere, con esas palabras propias de un lenguaje semítico y de una época determinada, a que Raquel era la elegida de Jacob; o que Jacob fue elegido por Dios. Por tanto, Jesús nos indica a ti y a mí, que cuando nos hemos decidido a seguir sus pasos, hemos tomado partido por el Señor; sin componendas y que debemos apartar de nosotros, todo lo que nos aparte de Él.

  Hay que saber lo que es ser cristiano y a lo que nos comprometemos: estar dispuestos a poner en el centro de nuestra vida a Dios, y responder con obras a su llamada. Conocer los Mandamientos que, como bien indica la etimología de la palabra, son mandatos divinos; no sugerencias, que cada uno elige según le convenga. Hemos de tener un profundo sentimiento de que somos Iglesia; porque ser Iglesia es ser miembro del Cuerpo de Cristo, y el Señor no quiere prescindir, porque ha querido necesitarnos, de ninguno de nosotros. Estamos insertados en Jesucristo, y la vida divina corre por nuestra alma y nos vivifica; capacitándonos  para responder a Dios, a través de la Gracia, por nuestra participación en los Sacramentos; especialmente el del Bautismo.

  Decir que sí a Jesús, no puede ser un golpe de sentimiento que inunda puntualmente nuestro corazón. Porque todo aquello que depende de los sentidos, está condenado a la ligereza de la materialidad. Amar, desengañaros, no es sentir; sino que es un afecto que pertenece a la voluntad y que lucha por querer “querer” a pesar del estado de ánimo. Que es fiel a los compromisos; aunque el dolor nos impida participar del gozo profundo de la sensación. Cuantas personas hay que, por una enfermedad, creen que han perdido la fe o el amor a sus parejas; cuando lo que ocurre en realidad es que han olvidado que somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu; y que lo que afecta a uno, perjudica al otro: un simple dolor de cabeza, nos impide orar a Dios sin dispersarnos. Y un malestar, nos quita las ganas de compartir la intimidad con el amado.  Por eso, responder afirmativamente al Altísimo, no puede estar vinculado a un sentir pasajero; sino a una intención, que es fruto de la lucha y de la verdadera libertad; de la decisión calibrada, que compromete a la persona total, para siempre. Ya que, justamente, porque somos libres para decidir, decidimos elegir cada día de nuestra vida a Dios, por encima de todo.

  Pero permitirme que vaya más allá y, como nos avisa Jesús, os recuerde que amar siempre estará unido a sufrir. Porque significa estar dispuestos a vivir la pérdida; a asumir el dolor de cada día; a confiar plenamente en la Providencia divina, y tener el convencimiento de que Dios extraerá de las dificultades, un bien mayor. Amar, indiscutiblemente, es compartir. Pero no os olvidéis que el cristiano comparte su vida con Cristo y Cristo, camino del Calvario, iba cargado con una cruz. Tú y yo, si hemos decidido ser fieles al amor de Jesús, hemos de estar dispuestos a sujetar cada extremo del madero y soportar el sufrimiento que su peso pueda causarnos. Sólo así, hermanos míos, conseguiremos aminorar el suplicio del Maestro.  Y ante esto, preguntaros por un momento: ¿Seréis capaces de abandonarlo?