Evangelio según San Lucas 19,45-48.
Jesús
al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores,
diciéndoles: "Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo.
Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.
diciéndoles: "Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo.
Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Lucas, pone de manifiesto una característica de Jesús, que debe servirnos de
acicate y ejemplo. Ya que, a veces, confundimos el ser manso y humilde de
corazón, con no tener carácter o ser un pusilánime; y no hay nada más erróneo.
El Maestro nos demostró siempre, que sabía discutir; que era un Hombre de
carácter que, porque amaba mucho, no se rendía a perder un alma. Que se
enfrentaba a los que intentaban acabar con Él y, con argumentos, paciencia y
caridad, intentaba iluminar la oscuridad de sus corazones; aunque jamás se
callaba ante el error, ni pasaba indiferente ante la injusticia.
Pero sobre
todo, lo que Cristo defendía por encima de todas las cosas, era el respeto y la
veneración que debían tener todos, hacia las cosas de su Padre. Y si me apuráis
os diré, que todo lo creado debe ser tratado con la consideración que merece,
porque ha surgido de las manos de Dios. Pero no hay obra más precisa, ni más
preciosa, que aquella que es imagen del mismo Creador: el hombre. Es esa
consideración, que da al ser humano su más alta dignidad, desde la que hemos de
amar, respetar, ayudar y defender a nuestros semejantes. Nadie, absolutamente
nadie, puede tratar a un ser humano como medio, para alcanzar un fin; y mucho
menos si ese fin, es económico. La Trinidad habita en el alma en Gracia,
convirtiéndonos en Templo de Dios; y haciendo realidad aquella promesa de que
el Altísimo pondría su tienda, en medio de los hombres. Es ahí, tomando ejemplo
de Nuestro Señor, donde nosotros debemos manifestar –alto y fuerte- la realidad cristiana que descubre la verdad
del ser humano.
Pero la
doctrina de Nuestro Señor, va más allá; y nos dice –para que lo proclamemos al
mundo- que en todos los Templos católicos, donde se encuentra Un Sagrario, está
el Hijo de Dios esperándonos en su forma
sacramental. Humildemente, en la máxima prueba de amor, después de haber
entregado su vida por nosotros. Y lo sabemos, porque el propio Cristo nos lo ha
dicho en el Evangelio: nos ha asegurado que ese trozo de pan, tras las palabras
consagratorias, se convierte en su Cuerpo –en su Persona- Por eso se hace
efectiva la promesa divina, de que Él estará con nosotros, hasta el fin de los
tiempos. Y que no hay otra manera, como dice san Pablo, de hacernos otros
Cristos y tener vida eterna, que recibir y comer, su Carne.
Cuantas veces
debemos decirle al Señor, cuando rezamos mirando la Sagrada Forma, que aumente
nuestra confianza y, con san Pedro, nos haga dignos de transmitir su mensaje.
Que no permita que nos acostumbremos a esa inmensa y maravillosa realidad, que
es la presencia de Jesús hoy, igual que ayer. Que nos alcance el don de ver,
con los ojos de la fe –que nunca nos engañan- la figura de Aquel, que cruzó
Palestina, en busca de todas las almas que estaban dispuestas a seguirle. Que
nos conceda la capacidad de oír, en la soledad del Templo, las palabras que el
Maestro desgranó, tantas veces, para aquellos que, sentados en la hierba,
escuchaban su doctrina.
Lo más
maravilloso de la fe de los cristianos es, justamente, que Dios ha cumplido
todo aquello que dijo y, por amor, igual que sufrió una muerte de cruz y
resucitó, se ha quedado entre nosotros hasta su venida gloriosa. Si fuéramos
capaces de no olvidar ese hecho, que es el más sobrenatural y trascendente en
la historia que Dios ha compartido con el hombre, jamás estarían vacíos los
bancos de la Casa del Señor. Jamás permitiríamos, como hizo Cristo, esa falta
de respeto, que es tan habitual entre los muchos visitantes que frecuentan
nuestras Basílicas, Santuarios o Catedrales. No consentiríamos según que
actitudes o indumentarias, más propias de un “picnic” que de la consideración
que merece la inmensidad de Dios. Nadie se lo creerá, si nosotros nos
comportamos como si Él no estuviera. Por eso el gesto de Jesús nos debe
recordar que ahora no tiene –porque ha querido necesitarnos- nadie que lo
defienda; y si no somos nosotros los que hacemos valer nuestros derechos, y
nuestro deber, como católicos coherentes que protegen y veneran la realidad
sacramental, nadie lo hará. ¡Vamos a planteárnoslo!