29 de noviembre de 2014

¡No será por avisos!



Evangelio según San Lucas 21,34-36.


Jesús dijo a sus discípulos:
"Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes
como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra.
Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, el Señor nos exhorta a estar vigilantes y a tener cuidado. Nos avisa que, así como las virtudes perfeccionan al ser humano y por ser hábitos buenos, al repetirlos nos perfeccionan, los vicios, que son hábitos malos –pero a la corta, muy placenteros- nos degradan, porque nos privan de la libertad. Lo peor es que muchas veces, como el ambiente los tiñe de normalidad, acabamos creyendo que lo habitual es lo natural; y no es así. Ya que, por más que fuera costumbre que los padres pegaran con asiduidad  a sus hijos, estos actos no se podían considerar oportunos.

  Los hechos son malos intrínsecamente, cuando van en contra de la Ley de Dios, que es su más certera medida. Y es por eso que El Señor nos los prohibió; ya que todo aquello que puede dañarnos el alma y el cuerpo, haciéndonos  perder la vida sobrenatural, está especificado en los mandatos divinos, para que lo evitemos. No penséis nunca que esas disposiciones dadas a Moisés, son malas porque están vetadas por Dios, sino que fueron vetadas por Dios, porque eran malas para los hombres.

  Pues bien, Jesús sabe que nuestra naturaleza herida, tiende a buscar el placer fácil, el gozo egoísta y el olvido de los demás. Por eso nos insiste ante lo que nos jugamos, para que nos preparemos –y preparemos nuestro cuerpo, que tanto influye en nuestra vida espiritual- para resistir los embates del enemigo y permanecer, ante el Señor, puros de corazón y sanos de mente. Y para poder lograr esa meta, que no es fácil, nos da el secreto que Él tantas veces puso en práctica, cuando el diablo lo tentó en su Humanidad Santísima: la oración.

  Es imprescindible rezar al Padre para que acuda en nuestra ayuda, si queremos tener la fuerza de su Espíritu, que nos permitirá salir victoriosos de la batalla final. Pero como siempre os digo, invocar a Dios es mucho más que desgranar las palabras de un Salmo, o que repetir un texto recomendado por Nuestra Madre, la Iglesia. Se trata de una necesidad que surge de lo más profundo de nuestro interior: el encuentro con Jesús. De contarle nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestras debilidades y nuestros proyectos. De agradecerle cada minuto del día, cada mirada, cada abrazo y cada oportunidad. Y reconocer, en su presencia, que necesitamos perentoriamente del alimento espiritual que nos dejó para siempre, en forma sacramental.

  Jesús nos pide que, si no es por amor –que es lo suyo-, por lo menos nos esforcemos por vivir coherentemente nuestra fe, por prudencia. Que cumplamos  nuestro compromiso con Dios, y hagamos el bien para que, a su regreso, si no estamos preparados todavía para alcanzar la Gloria, por lo menos no estemos entre los condenados que, por su orgullo, maldad y olvido voluntario de Dios, han renunciado a la Vida eterna.

  Vemos en estos textos de los últimos días, como Jesús insiste para que lleguemos al conocimiento de lo que podemos perder; de lo que nos jugamos, si damos la espalda a la llamada divina. Siente, en su propia Carne y en su propio Corazón, el dolor de la pérdida irreparable de aquellos que, a pesar de su reiteración, no querrán hacerle caso. Y es que ¡Nos ama tanto! Que ha querido sufrir con y por nosotros. Es por eso que no se cansa, ni se cansará de advertirnos, para que la muerte no nos coja desprevenidos. Nos insta a la necesidad de estar unidos en esta tierra al Señor –en cuerpo y alma- para continuar manteniendo esa relación –pero ahora en su total plenitud- cuando seamos llamados a su presencia. Tendréis que reconocer que… ¡No será por avisos!