11 de noviembre de 2014

¡No falles al Señor!



Evangelio según San Lucas 17,7-10.


Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: 'Ven pronto y siéntate a la mesa'?
¿No le dirá más bien: 'Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después'?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: 'Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber'".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, reúne una enseñanza de Jesús muy gráfica, sobre la conducta que los cristianos debemos tener, como parte integrante de la Iglesia. En esta parábola, no es que el Maestro recomiende el trato abusivo que el amo tiene con su sirviente, sino que, como hace siempre, utiliza imágenes comunes y circunstancias habituales, propias de aquellos momentos, que les resultan familiares y que le sirven para extraer la verdadera catequesis, que nos quiere hacer llegar.

  El Maestro nos apremia a evitar todo engreimiento, cuando vemos que hemos sido capaces de desarrollar una virtud o vencer una tentación. Porque es posible que, ante una vida cercana a Dios, en la que gocemos de una paz familiar y una estabilidad emocional, lleguemos a pensar que ha sido gracias a nuestro esfuerzo, a nuestra fidelidad, a nuestra lucha. Y, comparativamente, despreciemos a aquellos cuya vida está rodeada de vicio y pecado.

  Es aquí donde Jesús nos recuerda, que si no fuera por su Gracia, todos estaríamos inmersos en una espiral de degradación. Que responder afirmativamente a la llamada de Cristo, necesita del propio Cristo y, por ello, aunque se espera nuestra colaboración que indudablemente es meritoria, es lo mínimo que podemos dar, ante la infinitud de dones recibidos gratuitamente. Porque cada uno de nosotros ha sido creado para contestar afirmativamente a los planes de Dios; y hacerlo es, simplemente, ser consecuente con el compromiso adquirido y libremente elegido, que conlleva cumplir fielmente con el deber de nuestro Bautismo: el de ser elevados a la dignidad de hijos de Dios en Cristo.

Cada uno de nosotros no ha hecho nada más, que hacer lo que tenía que hacer, cuando decidió sumarse a la empresa divina de la salvación, la Iglesia. Ya conocíamos los estatutos –los Mandamientos- y firmamos el contrato de vinculación –la Alianza-; por eso ser un “buen empleado” es ganarse el sueldo que Dios nos da cada día, con todos los bienes que recibimos de su divina misericordia. Y cumplir con nuestro compromiso, es una obligación que nadie debe agradecernos, porque es lo que en conciencia se espera de nosotros, y de nuestra responsabilidad. Al contrario, lo que si puede pasar, es que si lo incumplimos seamos expulsados y nos quedemos solos y abandonados.

  Solamente el juicio de Dios, es el que en el último momento decidirá si la humildad ha sido el motor que ha guiado nuestros actos y ha dirigido nuestra existencia; o si, por el contrario, ha sido el orgullo el que nos ha dejado pensar que todo lo que hemos conseguido, ha sido debido a nuestro único esfuerzo y mérito de nuestra voluntad. Pensar eso, es no reconocer la verdad del pecado original; es ignorar que tenemos una naturaleza herida, que tira de nosotros hacia abajo, mientras la Gracia nos empuja hacia arriba.

  No ser conscientes de lo poco que somos, sino fuera por la ayuda de Dios, es ceder en la lucha y olvidar el esfuerzo; es no persistir en la oración, que es vital para alcanzar la Gloria del cristiano. Aquel que se reconoce como es, busca con ahínco a Jesús en la Eucaristía; porque sabe que sin Él, no podría cumplir con ninguno de sus compromisos, ni con los más pequeños. Por eso ser fiel, es mantenerse en el pacto divino de la redención. Es no fallar al Señor; y eso es lo mínimo que podemos hacer, todos los que hemos recibido el amor incondicional del Hijo de Dios