Evangelio San Juan 6, 37 - 40
Todo lo que me da el Padre vendrá a Mí, y al que venga a Mí, no lo echaré fuera, ciertamente, porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.
Ahora bien, la voluntad del que me envió, es
que no pierda Yo nada de cuanto Él me ha dado, sino que lo resucite en el
último día.
Porque ésta es la voluntad del Padre: que todo aquel que contemple al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna; y Yo lo resucitaré en el último día".
Porque ésta es la voluntad del Padre: que todo aquel que contemple al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna; y Yo lo resucitaré en el último día".
COMENTARIO:
Vemos, en este primer punto del Evangelio de Juan, como el Señor nos
advierte a todos aquellos que hemos conocido la fe, que no ha sido –ni mucho
menos- un hecho que hayamos adquirido por méritos propios; sino porque Dios nos
ha mostrado el camino y nos ha dado la luz de la Gracia para poder verlo, y la
fuerza y la constancia para conseguirlo. Pero como bien sabéis, esta decisión –que
compromete toda una vida- es una decisión libre que sólo compete a la voluntad
de los hombres. Por eso, aunque el Padre nos llama a todos al encuentro con su
Hijo, para volver a nacer y librarnos del pecado original, es necesario la
recepción del Bautismo y el compromiso diario que adquirimos, con las renuncias
y las promesas, para reafirmar a Jesús, en nuestro corazón.
Oír la voz de Dios, no equivale a responder a su llamada; pero responder
a su llamada, que es lo que hemos hecho tú y yo, sí se corresponde con el deseo del Señor a escogernos de una
forma personal y nominal, desde antes de la creación, para ser parte del plan
divino de la salvación. Todos sabemos que ser cristianos equivale a
identificarnos con Cristo; a seguir sus pasos y vivir según su Palabra. Pues
bien, el Hijo de Dios nos dice en el texto –como lo hará en muchos otros de la
Escritura- que Él ha venido para cumplir la voluntad de su Padre. Por eso,
cualquier cristiano que quiera ser coherente con la fe que profesa, debe saber
que su finalidad es conocer, aceptar y cumplir los mandatos divinos. O si
queréis, asumir y aceptar como propios, los designios que el Señor nos va
mostrando a lo largo de nuestra vida: sean los que sean; nos gusten o no; nos
parezcan los más adecuados o, por el contrario, los menos oportunos.
Tener fe es confiar, y descansar en las manos de Aquel que sabemos que
nos sostiene, porque nos ama. Y lo sabemos, porque ha dado la vida por
nosotros. Y eso no es una sugerencia, ni una quimera, sino una realidad
histórica. Por ello, ese Jesús que tan bien conocemos, jamás nos dará algo que
no nos convenga. Lo que ocurre es que Dios tiene claro –y nosotros no- que lo
que más nos conviene, es nuestra salvación: el ser y el obrar bien, para poder
regresar a su lado.
Pero fijaros que el Señor resalta, que la voluntad del Padre es que no
se pierda a ninguno de los que le ha dado. Por eso, descubrir la voluntad
divina es ser conscientes de que el Señor nos ha hecho transmisores de su
Palabra y testigos de su mensaje. Él, porque quiso, nos ha hecho colaboradores
de la expansión del Reino, en esta tierra. Y esta es la vocación de todos los
que hemos sido llamados a formar parte de la Iglesia de Cristo: a ser
responsables de la salvación de nuestros hermanos, en la medida que nos
corresponde como partícipes de las tres funciones del Señor: sacerdote, profeta
y rey. Jesús nos ha enviado a predicar, a dar testimonio con nuestra voz, pero
sobre todo, con nuestros hechos. Cada acto que realizamos, debe ser una
pantalla que proyecte al exterior, nuestro profundo sentimiento interior; es
decir, el amor incondicional a Dios y, por Él, a nuestros hermanos.
Las últimas palabras del Maestro, denotan y resumen la trayectoria que
debemos seguir todos aquellos que, compartiendo la fe, estamos dispuestos a ser
fieles a las promesas de nuestro bautismo. Ya que los que creemos en el Hijo de
Dios y asumimos el Evangelio en nuestra vida, hemos de estar dispuestos a
caminar con Cristo por aquellas callejuelas de Jerusalén, camino del Calvario.
Hemos de aceptar esa Cruz, que compartimos con el Señor y que destroza su
espalda, cubierta de latigazos.
Y ese madero que sostenemos, indiscutiblemente,
herirá nuestra carne y hará sufrir nuestro corazón. Pero eso es ser cristiano:
es estar dispuesto a morir por y con Jesucristo, para poder resucitar en y con
Él. Sólo así, siendo capaces de compartir cada minuto de nuestro día al lado
del Señor, será posible que, al cerrar nuestros párpados a la luz del sol, se
abran en la eternidad al brillo de la alegría y la Gloria eternas, que Nuestro
Señor conquistó para cada uno de nosotros. Por eso, en este texto del Nuevo
Testamento, el Maestro nos da las coordenadas para que no nos perdamos en la
búsqueda de la verdadera Felicidad. Seguirlas, no lo dudéis, es cosa nuestra.