3 de noviembre de 2014

¡A ver si aprendemos de una vez!



Evangelio según San Lucas 14,12-14.


Jesús dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, podemos observar como el Maestro para enseñarnos esa lección de vida que es su Palabra, utiliza una vez más, la imagen del banquete. Pero ahora lo hace ampliando la perspectiva y nos habla, no sólo de cómo deben presentarse los invitados, sino de la humildad y la caridad que denota el que invita, cuando no tiene en cuenta el prestigio social ni el interés, sino el amor hacia las personas. Sobre todo aquellas que Él conoce, como necesitadas de su divina misericordia.

  Recordemos que cada uno de nosotros somos unos comensales llamados a compartir la Eucaristía Santa. Y no porque nos lo merezcamos, sino porque el Creador, en un acto propio de su Naturaleza, ha querido darnos la vida y dejar su imagen divina impresa en nuestro interior. Y lo mejor es que lo ha hecho, porque somos el fruto de Su patente y constante amor; olvidando nuestros orgullos, nuestras soberbias, nuestros desplantes y el sinsabor de, muchas veces, no haber correspondido a la llamada de su Voz.

  A ti y a mí, nos ha querido en su mesa para que, siendo parte de su Iglesia, compartamos la salvación. Y nos ha querido tanto, que no ha tenido en cuenta nuestra desobediencia sino que, muy al contrario, ha estado pendiente para poder subsanar nuestros errores, dándonos la oportunidad de corregirlos, a través de los Sacramentos. Lo único que nos ha pedido, antes de darnos la invitación, es que estemos dispuestos a luchar para poder conseguir un puesto en la mesa. Que no nos conformemos con la mediocridad de una vida sin valores; y que, ni mucho menos, cedamos a la tentación. Porque Cristo nos espera, para saciar ese apetito interior que sólo se colma con su presencia real y eucarística.

  El Señor, con su ejemplo, nos enseña que nosotros también, al dar, hemos de desechar todo deseo de vanagloria o recompensa. Si el Padre, al entregarnos un nuevo día, el alimento diario, la caricia de un niño, o la seguridad de la fe, no hace acepción de personas, tú y yo hemos de estar dispuestos a entregar nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestro corazón, a todos aquellos que nos necesitan; sin importarnos si lo merecen o no, si son de esta o aquella raza o tienen este u otro color.

  Todos los invitados por Dios al convite de la Gloria, aunque se hayan olvidado de vestirse con la túnica de la Gracia o acicalarse con el buen olor de Cristo, son los medios que el Señor nos ha puesto para que, al ayudar a salvarles, nos salvemos. Nadie escala solo una montaña escarpada, porque requiere de los que, sujetándolos con fuerza, contribuyen a que nadie pierda pie. Cada uno de nosotros debe ser el punto de apoyo del hermano; sin que se note, sin que se vea… como la sal, que se diluye en el entorno y contribuye al sabor final del guiso, y a la duración de los alimentos. Con una sonrisa en el momento oportuno, con un acto de paciencia silencioso, con una palabra adecuada que puede iluminar una existencia oscura y complicada; o bien, callando una sugerencia que, a pesar de ser cierta, podría dañar la susceptibilidad del que nos escucha.

  Si sólo acudimos a aquellos que se lo merecen, o a los que nos apetece ayudar; o, simplemente, a los que sabemos seguro que nos lo van a agradecer, eso significaría que no hemos entendido nada de la trayectoria de Cristo, por su paso en la tierra. Él entregó hasta la última gota de su sangre, en una existencia ordinaria en la que solamente manifestó su naturaleza sobrenatural, en hechos puntuales que corroboraban sus palabras. Y lo hizo por cada uno de nosotros que, cada minuto del día, nos olvidamos de su amor. Ese es el mérito de amar sin esperar mérito; sino simplemente, porque amando correspondemos al eterno amor de Dios. ¡A ver si aprendemos de una vez!