Evangelio según San Lucas 14,12-14.
Jesús
dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no
invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos
ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Lucas, podemos observar como el Maestro para enseñarnos esa
lección de vida que es su Palabra, utiliza una vez más, la imagen del banquete.
Pero ahora lo hace ampliando la perspectiva y nos habla, no sólo de cómo deben
presentarse los invitados, sino de la humildad y la caridad que denota el que
invita, cuando no tiene en cuenta el prestigio social ni el interés, sino el
amor hacia las personas. Sobre todo aquellas que Él conoce, como necesitadas de
su divina misericordia.
Recordemos que
cada uno de nosotros somos unos comensales llamados a compartir la Eucaristía
Santa. Y no porque nos lo merezcamos, sino porque el Creador, en un acto propio
de su Naturaleza, ha querido darnos la vida y dejar su imagen divina impresa en
nuestro interior. Y lo mejor es que lo ha hecho, porque somos el fruto de Su
patente y constante amor; olvidando nuestros orgullos, nuestras soberbias,
nuestros desplantes y el sinsabor de, muchas veces, no haber correspondido a la
llamada de su Voz.
A ti y a mí,
nos ha querido en su mesa para que, siendo parte de su Iglesia, compartamos la
salvación. Y nos ha querido tanto, que no ha tenido en cuenta nuestra
desobediencia sino que, muy al contrario, ha estado pendiente para poder
subsanar nuestros errores, dándonos la oportunidad de corregirlos, a través de
los Sacramentos. Lo único que nos ha pedido, antes de darnos la invitación, es
que estemos dispuestos a luchar para poder conseguir un puesto en la mesa. Que
no nos conformemos con la mediocridad de una vida sin valores; y que, ni mucho
menos, cedamos a la tentación. Porque Cristo nos espera, para saciar ese
apetito interior que sólo se colma con su presencia real y eucarística.
El Señor, con
su ejemplo, nos enseña que nosotros también, al dar, hemos de desechar todo
deseo de vanagloria o recompensa. Si el Padre, al entregarnos un nuevo día, el
alimento diario, la caricia de un niño, o la seguridad de la fe, no hace
acepción de personas, tú y yo hemos de estar dispuestos a entregar nuestro
tiempo, nuestro dinero y nuestro corazón, a todos aquellos que nos necesitan;
sin importarnos si lo merecen o no, si son de esta o aquella raza o tienen este
u otro color.
Todos los
invitados por Dios al convite de la Gloria, aunque se hayan olvidado de
vestirse con la túnica de la Gracia o acicalarse con el buen olor de Cristo,
son los medios que el Señor nos ha puesto para que, al ayudar a salvarles, nos
salvemos. Nadie escala solo una montaña escarpada, porque requiere de los que,
sujetándolos con fuerza, contribuyen a que nadie pierda pie. Cada uno de
nosotros debe ser el punto de apoyo del hermano; sin que se note, sin que se
vea… como la sal, que se diluye en el entorno y contribuye al sabor final del
guiso, y a la duración de los alimentos. Con una sonrisa en el momento oportuno,
con un acto de paciencia silencioso, con una palabra adecuada que puede
iluminar una existencia oscura y complicada; o bien, callando una sugerencia que,
a pesar de ser cierta, podría dañar la susceptibilidad del que nos escucha.
Si sólo
acudimos a aquellos que se lo merecen, o a los que nos apetece ayudar; o,
simplemente, a los que sabemos seguro que nos lo van a agradecer, eso
significaría que no hemos entendido nada de la trayectoria de Cristo, por su
paso en la tierra. Él entregó hasta la última gota de su sangre, en una
existencia ordinaria en la que solamente manifestó su naturaleza sobrenatural, en hechos puntuales que corroboraban sus palabras. Y lo hizo por cada uno de
nosotros que, cada minuto del día, nos olvidamos de su amor. Ese es el mérito
de amar sin esperar mérito; sino simplemente, porque amando correspondemos al
eterno amor de Dios. ¡A ver si aprendemos de una vez!