14 de octubre de 2014

¡Vivamos como tales!



Evangelio según San Lucas 11,37-41.


Cuando terminó de hablar, un fariseo lo invitó a cenar a su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa.
El fariseo se extrañó de qué no se lavara antes de comer.
Pero el Señor le dijo: "¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia.
¡Insensatos! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de adentro?
Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, vemos como el Señor recrimina al fariseo esa actuación oficial del judaísmo, en la cual la hipocresía se revestía de legalismo. El escritor nos presenta, para ello, la escena en que Jesús es invitado a comer, por un doctor de la Ley. Y como éste se escandaliza, al observar que el Maestro no cumple el precepto de lavarse las manos, antes de degustar los alimentos. Evidentemente,  todo lo que hace el Hijo de Dios, y lo que deja de hacer, tiene un profundo sentido pedagógico; ya que no sólo nos enseña con sus palabras, sino con sus actuaciones. Por eso, haber obviado esa práctica tan usual entre los miembros del pueblo de Israel, le permite – al ser increpado- dar una lección sobre la verdadera importancia de la intención, que gobierna nuestros actos.

  Aquel hombre, acostumbrado a cumplir la Ley hasta en la última coma de su contenido, ha olvidado porqué Dios dio la Ley, y cuál era su auténtico sentido; de ahí que el Maestro le pida que, sobre todo, valore lo que nace de nuestro interior. Cierto es que lavarse las manos era, y es, una buena práctica; pero eso no indica que el hombre haya limpiado, al frotar una palma con la otra, el fondo de su corazón. Ya puede ir pulcro, perfumado e impoluto, que eso no le eximirá –si está en pecado- de que los gusanos corroan su alma, y la impureza domine su cuerpo.

  Cristo insiste, una vez más, en la auténtica importancia de la intención, como peso específico de nuestras obras. Que lo que da valor al ser humano no es la honorabilidad que aparenta, ni su saber estar, ni mucho  menos su posición, si su corazón esconde una doble vida. Sino la práctica de la virtud, que fluye de una voluntad que quiere ser fiel a la misión encomendada. Que se sabe hijo de Dios y, por ello, dignísimo hermano de sus hermanos, aunque la tribulación y el menosprecio  hayan sido el puntal de su existencia.

  Jesucristo sabe que sus palabras, que ponen al descubierto el hacer habitual de los miembros del Sanedrín, lograrán que los judíos se opongan con más fuerza a la aceptación de su doctrina. Porque no pueden, ni quieren, aceptar y asumir que han vaciado de contenido aquellos preceptos que el Señor dio a Moisés, en el monte Sinaí, para el buen funcionamiento del género humano. Ya que cada uno de los mandamientos tiene como base intocable, el amor de Dios, a Dios y a los demás. Y nada, absolutamente nada, puede alterar ese contenido. Lavarse las manos antes de comer, y negarse a comer al lado de un pecador, es no haber entendido nada. Porque el propio Dios se hizo Hombre para nacer, comer, sufrir y morir entre pecadores; para salvar al mundo de la esclavitud del pecado.

  Cristo, el Amor encarnado, insiste e insistirá –hasta su último aliento- en que necesitamos un corazón puro, que esté dispuesto a recibir a todos. Que no debemos vivir de apariencias –que de nada nos sirven- ya que sólo debe importarnos lo que el Señor piense de nosotros. Porque Él será, cuando ya no seamos lo que simulamos ser, el que juzgará la verdadera intención de cada gesto y de cada actuación en lo más hondo, profundo y oscuro de nuestras conciencias. De nada nos servirán entonces los gestos grandilocuentes, que escondían nuestras más bajas pasiones; porque la Luz del Espíritu iluminará lo que permanecía en tinieblas, y la verdad surgirá en ese momento en el que rendiremos cuentas al Señor de la Vida, de ese préstamo que nos hizo: la vida.

  Sólo y únicamente debe movernos a la acción, el amor incondicional que Dios siente por nosotros. Ese debe ser, y no otro, el motor de nuestra existencia y la finalidad que guie nuestros actos; independientemente de si esos actos son socialmente correctos, o no. Jesús dio su Ley, la de la Caridad, para que la Iglesia, como Iglesia, no sólo la guardara, interpretara y protegiera, sino para que la viviera. Tú y yo, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, estamos llamados a ser testigos de ella. ¡Vivamos como tales! Que nunca el Señor pueda decirnos que purificamos el exterior, mientras estábamos, internamente, llenos de ira, voracidad y perfidia.