Evangelio según San Lucas 11,37-41.
Cuando
terminó de hablar, un fariseo lo invitó a cenar a su casa. Jesús entró y se
sentó a la mesa.
El fariseo se extrañó de qué no se lavara antes de comer.
Pero el Señor le dijo: "¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia.
¡Insensatos! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de adentro?
Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro.
El fariseo se extrañó de qué no se lavara antes de comer.
Pero el Señor le dijo: "¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia.
¡Insensatos! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de adentro?
Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Lucas, vemos como el Señor recrimina al fariseo esa actuación
oficial del judaísmo, en la cual la hipocresía se revestía de legalismo. El
escritor nos presenta, para ello, la escena en que Jesús es invitado a comer,
por un doctor de la Ley. Y como éste se escandaliza, al observar que el Maestro
no cumple el precepto de lavarse las manos, antes de degustar los alimentos.
Evidentemente, todo lo que hace el Hijo
de Dios, y lo que deja de hacer, tiene un profundo sentido pedagógico; ya que
no sólo nos enseña con sus palabras, sino con sus actuaciones. Por eso, haber
obviado esa práctica tan usual entre los miembros del pueblo de Israel, le
permite – al ser increpado- dar una lección sobre la verdadera importancia de
la intención, que gobierna nuestros actos.
Aquel hombre,
acostumbrado a cumplir la Ley hasta en la última coma de su contenido, ha
olvidado porqué Dios dio la Ley, y cuál era su auténtico sentido; de ahí que el
Maestro le pida que, sobre todo, valore lo que nace de nuestro interior. Cierto
es que lavarse las manos era, y es, una buena práctica; pero eso no indica que
el hombre haya limpiado, al frotar una palma con la otra, el fondo de su
corazón. Ya puede ir pulcro, perfumado e impoluto, que eso no le eximirá –si
está en pecado- de que los gusanos corroan su alma, y la impureza domine su
cuerpo.
Cristo insiste,
una vez más, en la auténtica importancia de la intención, como peso específico
de nuestras obras. Que lo que da valor al ser humano no es la honorabilidad que
aparenta, ni su saber estar, ni mucho menos
su posición, si su corazón esconde una doble vida. Sino la práctica de la
virtud, que fluye de una voluntad que quiere ser fiel a la misión encomendada.
Que se sabe hijo de Dios y, por ello, dignísimo hermano de sus hermanos, aunque
la tribulación y el menosprecio hayan
sido el puntal de su existencia.
Jesucristo sabe
que sus palabras, que ponen al descubierto el hacer habitual de los miembros
del Sanedrín, lograrán que los judíos se opongan con más fuerza a la aceptación
de su doctrina. Porque no pueden, ni quieren, aceptar y asumir que han vaciado
de contenido aquellos preceptos que el Señor dio a Moisés, en el monte Sinaí,
para el buen funcionamiento del género humano. Ya que cada uno de los
mandamientos tiene como base intocable, el amor de Dios, a Dios y a los demás.
Y nada, absolutamente nada, puede alterar ese contenido. Lavarse las manos
antes de comer, y negarse a comer al lado de un pecador, es no haber entendido
nada. Porque el propio Dios se hizo Hombre para nacer, comer, sufrir y morir
entre pecadores; para salvar al mundo de la esclavitud del pecado.
Cristo, el Amor
encarnado, insiste e insistirá –hasta su último aliento- en que necesitamos un
corazón puro, que esté dispuesto a recibir a todos. Que no debemos vivir de
apariencias –que de nada nos sirven- ya que sólo debe importarnos lo que el
Señor piense de nosotros. Porque Él será, cuando ya no seamos lo que simulamos
ser, el que juzgará la verdadera intención de cada gesto y de cada actuación en
lo más hondo, profundo y oscuro de nuestras conciencias. De nada nos servirán
entonces los gestos grandilocuentes, que escondían nuestras más bajas pasiones;
porque la Luz del Espíritu iluminará lo que permanecía en tinieblas, y la
verdad surgirá en ese momento en el que rendiremos cuentas al Señor de la Vida,
de ese préstamo que nos hizo: la vida.
Sólo y únicamente
debe movernos a la acción, el amor incondicional que Dios siente por nosotros.
Ese debe ser, y no otro, el motor de nuestra existencia y la finalidad que guie
nuestros actos; independientemente de si esos actos son socialmente correctos,
o no. Jesús dio su Ley, la de la Caridad, para que la Iglesia, como Iglesia, no
sólo la guardara, interpretara y protegiera, sino para que la viviera. Tú y yo,
como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, estamos llamados a ser testigos de
ella. ¡Vivamos como tales! Que nunca el Señor pueda decirnos que purificamos el
exterior, mientras estábamos, internamente, llenos de ira, voracidad y
perfidia.