27 de octubre de 2014

¡Sin descanso!



Evangelio según San Lucas 13,10-17.


Un sábado, Jesús enseñaba en una sinagoga.
Había allí una mujer poseída de un espíritu, que la tenía enferma desde hacía dieciocho años. Estaba completamente encorvada y no podía enderezarse de ninguna manera.
Jesús, al verla, la llamó y le dijo: "Mujer, estás curada de tu enfermedad",
y le impuso las manos. Ella se enderezó en seguida y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la multitud: "Los días de trabajo son seis; vengan durante esos días para hacerse curar, y no el sábado".
El Señor le respondió: "¡Hipócritas! Cualquiera de ustedes, aunque sea sábado, ¿no desata del pesebre a su buey o a su asno para llevarlo a beber?
Y esta hija de Abraham, a la que Satanás tuvo aprisionada durante dieciocho años, ¿no podía ser librada de sus cadenas el día sábado?".
Al oír estas palabras, todos sus adversarios se llenaron de confusión, pero la multitud se alegraba de las maravillas que él hacía.

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Lucas, como el Señor aprovecha hasta el día de descanso que tiene, el Sábado, para enseñar en la Sinagoga. No sólo reza, no sólo medita los textos sagrados, sino que aprovecha para transmitir la Palabra e instruir, con su ciencia divina, utilizando un lenguaje, que todos comprenden y conocen: el de los hombres.

  Pero mientras está cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, observa una mujer que está encorvada por un espíritu maligno. Es, como si el peso de sus pecados, no le dejaran ponerse en la posición erguida, propia de los seres humanos. Y, aunque ella no lo ha pedido, la cura. Porque la misericordia de Jesús es enorme y le duele, en su alma humana, ver cómo –debido al Maligno- está condenada a mirar al suelo, sin poder contemplar las maravillas de Dios. Por eso, sin importarle el qué dirán, ni que ocurrirá después, el Señor la llama y, como ella responde a su llamada, la sana de su enfermedad.

  Lo primero que sucede es que, ante el milagro, aquella persona agradece al Señor su bondad y lo alaba públicamente. Eso es lo que hace la mujer que ha contemplado como el Maestro es incapaz de pasar al lado del sufrimiento, sin corregirlo. Y ese primer punto nos enseña varias cosas a los que, por el Bautismo, hemos sido transformados en fieles discípulos de Cristo: No debemos desentendernos de las circunstancias dolorosas y complicadas, por las que pueda pasar cualquiera de nuestros hermanos. Lo importante no es que podamos hacer mucho o poco, sino que no pasemos indiferentes ante la pena y la aflicción del prójimo. Qué, como decía la Madre Teresa de Calcuta: “nunca nos sea indiferente el encuentro con otra mirada”. Y para eso, justamente, el Señor nos ha recordado en otros textos evangélicos, que cada uno de los que caminan a nuestro lado, son imagen de Dios; aunque, tristemente, el pecado haya desdibujado ese aspecto tan humano y a la vez, tan sobrenatural.

  Jesús nos indica, como siempre, que no hay mayor ni mejor ayuda para nuestro prójimo que, aparte de subsanar sus necesidades materiales, transmitirle la fe, que le permitirá librarse de las cadenas que lo esclavizan a las vejaciones de esta tierra, impidiéndole levantar el vuelo hacia las cosas divinas. Él nos ha enseñado, muchas veces, que junto al pan, hay que dar el alimento del espíritu. Ya que es más peligrosa la muerte del alma, que es eterna, que la del cuerpo, que es temporal. Pero somos una unidad de ambas cosas y, por ello, los cristianos hemos de intentar subsanar las carencias de los demás, en la totalidad del ser.

  Jesús, ante una buena obra, no ha tenido lo que llamamos “respetos humanos”. No le ha importado lo que los demás opinen sino que, muy al contrario, ha aprovechado este hecho para recordar a los que murmuran, que el Sábado ha sido bendecido por Dios y dado al hombre, para que descansara. Por tanto, es un día de alabanza y de alegría; y no hay mayor alabanza y alegría para el Señor, que hacer el bien a los que lo necesitan. Y así vemos como las palabras del Maestro avergüenzan a aquellos que viven en la maldad y, sin embargo, alegran el corazón de las buenas gentes que escuchan los finos razonamientos del Hijo de Dios. Pero no quiero terminar sin recordaros, que el milagro se obró porque aquella mujer enferma desde hacía dieciocho años, no perdió la esperanza y acudió a la llamada de Jesús. Si rezar costara dinero, estoy segura de que lo pagaríamos y lo valoraríamos más ¡Somos así de poca cosa! El Señor nos ha entregado un tesoro, para que elevemos al Padre nuestras plegarias, con la seguridad de que seremos atendidos. ¿A qué estamos esperando? Hemos de hacerlo sin descanso, con esperanza y, sobre todo, con alegría.