Evangelio según San Lucas 11,27-28.
Cuando
Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le
dijo: "¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!".
Jesús le respondió: "Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".
Jesús le respondió: "Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".
COMENTARIO:
Vemos en este
Evangelio de Lucas, como una mujer alaba a Jesús, elogiando a su Madre. Pero el
Señor le indica que la grandeza de María, no es tanta por haber realizado un
hecho natural, como es el dar a luz o criar a un hijo; sino porque por encima
de los lazos de sangre, la Virgen escuchó la Palabra, la interiorizó y decidió
cumplir –fiel y libremente- la misión que se le había encomendado como Madre de
Dios.
Nuestra Señora
fue la Bienaventurada, porque escuchó y creyó el mensaje divino, entregándose
hasta las últimas consecuencias, en un sacrificio silencioso y escondido.
Jamás, durante su vida terrena, vaciló su fe; a pesar del escándalo del dolor y
la crucifixión del Hijo de sus entrañas. En esos momentos –donde cualquier
madre no hubiera perdonado recibir en sus brazos, el Cuerpo destrozado e inerte
del Amor de su vida- Ella, con profunda
serenidad, aceptó la voluntad divina, haciéndola suya; y confió, contra toda
esperanza, en que el Padre cumpliría las antiguas promesas anunciadas en la
Escritura. No hay dudas, no hay reproches, solamente la disponibilidad de la
entrega y la predisposición a servir en la Iglesia naciente, como núcleo de
unión y mediadora de los hombres.
Así es María; y
por eso Jesús le pide a aquella mujer, que grita en medio de la gente, que sea
capaz de trascender un hecho evidente, para poder apreciar esa realidad
sobrenatural, que brota de un corazón rendido y comprometido con la Santísima Trinidad.
Ella es la imagen perfecta, donde debemos mirarnos y tomar ejemplo todos
aquellos que nos consideramos discípulos del Maestro. Ella escuchó y obedeció,
como debemos escuchar y obedecer los que, a través de la oración, hemos sentido
la llamada de la vocación a servir a Dios de una forma determinada: para unos
será ayudar a sus hermanos en sus necesidades materiales; para otros será
expandir la Palabra e intentar acercar al Señor aquellas almas que, por las
diversas circunstancias de la vida, se han alejado y no saben encontrar el
camino de vuelta; para todos, cumplir fielmente con las necesidades que la Iglesia
–como Cuerpo de Cristo- nos requiera.
Jesús no pierde
ninguna ocasión para recordarnos –y recordar, a todos los que le escuchan- que
no hay dicha más grande que participar de la fe cristiana: que hacernos uno con
Él, escuchando su mensaje y siendo consecuentes con su convocatoria, es
encontrar el verdadero sentido de la vida y, sobre todo, el auténtico
significado de la muerte. Que obedecer a Dios es confiar y descansar totalmente
en su Providencia; es no perder la serenidad, cuando no entendemos el alcance
de los acontecimientos. Es saber, con la certeza de la fe, que nada de lo que
ocurra es propio de la casualidad; sino que todo sigue una trayectoria precisa
de causalidad, donde el Señor cuida –respetando nuestra libertad- todos los
pasos que nos acercan a su Gloria divina.