31 de octubre de 2014

¡No puedes desentenderte!



Evangelio según San Lucas 14,1-6.


Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente.
Delante de él había un hombre enfermo de hidropesía.
Jesús preguntó a los doctores de la Ley y a los fariseos: "¿Está permitido curar en sábado o no?".
Pero ellos guardaron silencio. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y volviéndose hacia ellos, les dijo: "Si a alguno de ustedes se le cae en un pozo su hijo o su buey, ¿acaso no lo saca en seguida, aunque sea sábado?".
A esto no pudieron responder nada.

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de san Lucas, una escena que nos puede hacer pensar que aquellos fariseos que invitaron a Jesús a comer con ellos, bien podían haber querido preparar una encerrona al Maestro, situándolo frente aquel enfermo de hidropesía para, si lo sanaba, poder condenarle y perderle. Pero ese hecho, ante todo, nos deja contemplar una realidad escondida en los acontecimientos; y es que aquellos maestros de la Ley, sabían perfectamente que el Señor jamás pasaría indiferente ante el sufrimiento de un hermano. No importaba lo que le ocurriera después, si ese después era causa de alegría para el prójimo.

  Ellos habían comprobado, en todos estos años de su vida pública, que Cristo no anteponía ninguna ley ni ningún precepto, al bien de los hombres. Y es que su predicación dejaba claro que un Dios, que es amor, no podía hacer prevalecer un mandamiento legal sobre el deber de la caridad. Para eso el Señor recorrerá cada lugar de Palestina, transmitiendo –a todos los que quieran escucharlo- la realidad divina que tan bien conoce, por ser el Hijo de Dios.

  Debéis tener en cuenta que la hidropesía, que era una dolencia caracterizada por la hinchazón de vientre provocada por una gran cantidad de líquidos, era considerada por los judíos una enfermedad que se contraía por causa de algún pecado. Y, por ello, no era lícito curarla en sábado, que era el día destinado a dar gloria a Dios. La argumentación que da el Señor, nos revela como entiende Él su misión aquí en la tierra; ya que todo radica en el interés que tengas por salvar a aquel o aquello, que está en peligro de morir o de perderse. Y para Jesús Nazareno, cada uno de nosotros somos el fruto de su amor incondicional; por eso Él cura a ese hombre, porque tiene como propias, todas nuestras necesidades. Y esa seguridad debe ser siempre la causa de nuestra inquebrantable esperanza, y la razón de nuestra alegría cristiana: nada malo puede sucedernos, que no sea motivo de una mayor gloria para Dios y bien nuestro.

  Vemos también como la Escritura quiere hacernos una comparación entre la actitud de Jesús y el fanatismo de aquellos hombres. Porque esa forma irracional de pensar y de sentir, es tan nociva para el hombre, que lleva a la obcecación y al negar –como vemos en este caso particular- los principios básicos de la caridad y la justicia; que deben ser los distintivos básicos de cualquier cristiano, que vive coherentemente su fe.

  Ser fanáticos equivale a ofuscar la mente y cerrarse al amor de los demás, haciéndonos agresivos y orgullosos, y negando al prójimo el derecho que tiene de obrar según su conciencia; ya que sólo Dios puede penetrar en el corazón de las personas donde juzga su verdadera intención. Nosotros, no podemos obligar a nadie a pensar como nosotros y, ni mucho menos, a que crean en contra de sus principios. La libertad es el don más humano, y a la vez el más divino, que el Creador ha respetado desde antes de la creación. Y mirar si debe ser importante para Él, que permitió que Nuestros Primeros Padres eligieran y se equivocaran, a sabiendas de que su error conllevaría el dolor, el sufrimiento y la muerte de su Hijo encarnado.

  Una cosa es enseñar la Verdad, compartir la fe con los demás y proponer al mundo la salvación de Cristo, y otra muy distinta, imponerla por la fuerza. Dios entra por ósmosis en el alma del ser humano; penetra suavemente a través de la Palabra, los Sacramentos  y el buen ejemplo de aquellos bautizados, que vivimos según los preceptos divinos de la misericordia. Por eso hemos de ser, con ayuda de la Gracia, como  aquellos primeros que cambiaron y convirtieron el mundo para el Señor, dando un ejemplo vital de aquellas palabras que dijo, en un momento determinado, el Maestro a sus discípulos cuando le preguntaron si era el Mesías: “Ven, y verás”. Arrastremos con nuestro amor, el corazón de los que comparten un tiempo o un lugar con nosotros. No dejemos indiferente a nadie, y que todos puedan certificar, con el recuerdo, que han sentido a través nuestro, el afecto y la ternura de Dios por los hombres. ¡No puedes pasar, de tu responsabilidad como Iglesia de Cristo! ¡No puedes desentenderte!