26 de octubre de 2014

¡No entres en el juego!



Evangelio según San Mateo 22,34-40.


Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él,
y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:
"Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?".
Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu.
Este es el más grande y el primer mandamiento.
El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, podemos observar como los fariseos, humillados porque Jesús ha hecho callar con sus argumentos a los saduceos, intentan tenderle una trampa y ponerle en ridículo con una pregunta que piensan –como pensaron muchas veces- que no va a saber responder. En su soberbia no alcanzan a comprender, que si alguien tiene respuestas en esta vida, ese es el Hijo de Dios: la Encarnación del Verbo; Dios mismo que se ha hecho hombre, para que los hombres puedan encontrar el sentido de la vida, de la muerte y de su propio existir.

  Por eso cuando los seres humanos sacamos a Dios de nuestro interior, y comenzamos a elaborar teorías que luego el tiempo se encarga de refutarnos, nos quedamos con un vacío existencial que sólo conlleva la desesperanza, la tristeza y la angustia. Así está este mundo, donde triunfa el demagogo y donde a cada paso contemplamos que somos capaces de aceptarlo todo, si viene envuelto en un bello discurso que a nada nos compromete. Donde nos negamos a admitir la realidad histórica, de que la propia Palabra  ha venido a visitarnos; a ser uno de nosotros; a compartir nuestro dolor y convertirlo, por amor, en alegría.

  Por eso Jesús responde a aquellos fariseos, cuya principal preocupación era cumplir los 613 mandamientos con los que habían sobrecargado la Ley de Moisés, que todos los mandatos que Dios les dio se podían condensar en dos: y son los del amor. Ante todo, el Maestro les indica que debemos vivir, sentir y obrar, con el único motivo de agradar al Señor y cumplir sus preceptos. Que cada uno de nuestros pensamientos, desde el primero al abrir los ojos, hasta el último, cuando los cerramos, debe ser el de ser fieles y cumplir la voluntad divina. Pero como siempre, Jesús vincula el amor a Dios, con el amor al prójimo. Y de una manera singular, explica que el mandamiento principal de la Ley, se traduce en dos, que están vinculados íntimamente; ya que ninguno de estos amores –el de Dios y el de los hombres- pueden ser perfectos, si falta uno de ellos.

  Si creemos firmemente que hemos sido creados por Dios, a su imagen y semejanza, quiere decir que la imagen divina estará siempre impresa en el interior y en la identidad de los hombres. Aunque muchas veces, ese aspecto sobrenatural  -que es la más alta dignidad de las personas-  lo olvidemos y lo enturbiemos, por el polvo de nuestras miserias y pecados. Por eso estar pendientes del prójimo y sabernos sacrificar por ellos es, en el fondo, amar a Dios a través de sus criaturas. Todo, todo lo que tiene valor, no lo tiene por sí mismo, sino porque ha salido de las manos del Sumo Hacedor y manifiesta su Grandeza y su Bondad.

  Pues piensa que lo más grande que hay en este mundo, es aquello por lo que el propio Dios se encarnó de María Santísima y se entregó a la cruz, para salvarlo: el hombre. Entonces, ¿cómo tú y yo vamos a menospreciarlo, utilizarlo y desprestigiarlo, negándole el respeto que se merece y el cariño que, como hermanos, le debemos? A nuestro Dios hay que quererlo sin medida; con esa locura que sólo responde a la locura de amor, que Él nos demostró. Y ese sentimiento, que surge del fondo de nuestro corazón, debe plasmarse –en cada minuto de nuestra vida- en las obras de misericordia hechas a todos aquellos a los que, al contemplarlos, nos muestran en su rostro la imagen de Nuestro Señor. Aunque tal vez, ellos lo ignoren o lo hayan olvidado; por eso debemos luchar por devolver a los seres humanos, la dignidad que les corresponde. Debemos descubrirles lo mucho que valen, para que no se vendan a tan bajo precio. Hemos de intentar darles los argumentos, que les hagan comprender que, en su mal entendida libertad, sólo sirven a los deseos de aquellos que sacan provecho de sus miserias y de sus bajos instintos. El diablo, no lo dudéis, no descansará hasta arrancar de la persona –por el pecado- lo que más le ofende: todo lo que le recuerde a Aquel que lo venció, a Jesucristo. ¡No entres en su juego!