6 de octubre de 2014

¡Lo propio de los hijos de Dios!



Queridos todos; gracias por vuestras oraciones, que me han ayudado muchísimo. Ante la mejoría y el deseo de volvernos a encontrar en estas páginas, reiniciamos los comentarios del Evangelio, esperando que sean de vuestro agrado y que os ayuden a crecer en el conocimiento y en la fe.



Evangelio según San Lucas 10,25-37.




Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?".
El le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo".
"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.
Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'.
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?".
"El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".



COMENTARIO:



  Este Evangelio de Lucas nos desvela unas palabras, del maestro de la Ley, que creo que son claves para todos los discípulos de Cristo que luchamos por conseguir la Gloria: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”. Y Jesús le enfrenta –y nos enfrenta- a una realidad que nos descubre que la Revelación está dada y que el Maestro solamente ha venido a darle su verdadero sentido, llevándola a su culminación: la entrega de Sí mismo por amor, redimiendo al género humano.



  Los mandatos divinos se habían empequeñecido ante los deseos de los hombres y, como ocurre muchas veces ahora, se había hecho a la medida de sus pretensiones; vaciándolos de esa caridad que es, en el fondo, el auténtico significado de la comunicación de Dios al mundo. Porque ese es el secreto de la Felicidad; y ante eso, las palabras del judío –que agradan a Jesús- señalan esas dos respuestas que, siendo distintas, están completamente unidas y relacionadas: No hay para el hombre mayor necesidad, finalidad y esperanza, que amar a Dios sobre todas las cosas y, consecuentemente, al prójimo como a uno mismo.



  Y eso quiere decir, a la práctica, que todo lo que realizamos tiene que ser  la proyección de lo que anida en nuestro interior: que Él es la prioridad y el fundamento de nuestro ser y nuestro existir; y que todo lo que hacemos tiene como finalidad agradarle, y ponerle en la cima del mundo, de nuestro trabajo, de nuestra familia, de nuestro vivir. Somos cristianos, hagamos lo que hagamos y, por eso, nuestras acciones tienen que estar preñadas del amor de Dios. Aunque ese amor, como ocurre muchas veces, nos complique la existencia, o nos obligue a renunciar a nuestros deseos.



  Amamos a ese Jesús –encarnación del Verbo divino- porque en Él adquirimos, por el Bautismo, la filiación de hijos de Dios: y la vida sobrenatural fluye en nuestra alma, trascendiendo nuestra naturaleza humana. Somos familia cristiana y, como tal, nuestras prioridades deben estar claras: hemos de vivir, apoyados y entregados a la misericordia, porque tomamos ejemplo de Cristo, que es nuestro Hermano Mayor.



  Y aquí entra esa segunda parte de la contestación, que le da al Maestro el erudito israelita: nuestra fe sólo se demostrará, si somos capaces de convertir en obras la proyección de la Gracia en nuestra alma: y esa proyección, es el amor. Un amor que es donación, entrega, olvido de sí mismo y renuncia al orgullo personal; y no con aquellos con los que tenemos una afinidad, ya que eso es lo propio de la naturaleza humana, sino con todos los que nos necesitan o precisan nuestra ayuda, sin importarnos quienes son: ni su raza, ni su color, ni su religión ¡Porque eso es lo propio de los hijos de Dios! Eso es lo que hará Jesús por nosotros: morirá en la cruz para que todos, hasta los que le clavan al madero, puedan alcanzar la salvación.



  El Señor es, justamente, el Amor que se ha hecho Hombre para enseñarnos a amar. Y, por ello, todos los que llevamos grabados en nuestro interior el sello sacramental a su pertenencia, debemos –aunque nos cueste- aprender a dar, sin importarnos si el que lo recibe lo merece. Porque muchas veces esa premisa, es una justificación para no cumplir con nuestro deber. Solamente debemos responder, para actuar, a la siguiente pregunta: ¿lo necesitan? Y si os fijáis, el artículo “lo” es neutro y, por ello, abarca a todos. A los de aquí y a los de allí, a los que nos quieren, y a los que no. Jesús no pasa jamás por nuestro lado, sin darnos lo necesario para sobrellevar cada una de nuestras inquietudes y circunstancias. No las evitará, porque eso sería interferir en nuestra libertad; pero si pondrá la mano para protegernos de nuestras propias decisiones y de los inconmensurables errores que cometemos a lo largo de la vida. Nosotros nos hemos comprometido a seguir sus pasos, a ser sus discípulos, a caminar a su lado, copiando su actitud.



  Dice el texto que a aquel hombre le golpearon unos bandoleros y le dejaron maltrecho. Hoy nos encontramos con muchísimos delincuentes que, solapadamente, vapulean no sólo el cuerpo, sino el alma de los hombres. Les quitan la ilusión, la fe y la posibilidad de vivir con responsabilidad su entrega a Dios. Les roban su esperanza, y les privan del conocimiento que les puede ayudar a alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Pero nosotros, ante esto, no podemos pasar por su lado sin preocuparnos de sembrar, en su alma, la semilla de Cristo. Parémonos ante el prójimo herido y ofrezcámosle, ante todo, el amor, el tiempo y la dedicación que se merece; ayudémosle en todo lo que precise y hagámosle saber que no lo hacemos porque seamos buenos, sino porque hay un Dios que sí lo es, y nos ha llamado a comprometernos para ayudar, por su amor, a todos nuestros hermanos.