Cuando me encontraba en la cama del hospital, a la espera de
la decisión de si me intervenían quirúrgicamente,
pensé –con tristeza- que parecía que mi
ángel de la guarda, había estado distraído, dando una vuelta, o jugando al mus.
Pero al instante comprendí, por la gracia del Espíritu, que la decisión de
subirse a una silla, alta e inestable, había sido sólo mía. Y que Dios, como
siempre, no iba a interferir en mi libertad; en esa estúpida “audacia”, que me
lleva a pensar que sigo teniendo veinte años, cuando estoy a punto de
triplicarlos. El Señor, simplemente y como siempre, me evitó males mayores y su
Enviado cuidó de que no perdiera la vida, en un accidente torpe e irracional.
Queda el dolor intenso, que es el rédito de mi atrevimiento; y que, si lo consigo
con la ayuda divina, será camino de salvación, al unirlo al sufrimiento de
Jesucristo en la cruz.
Por eso, viendo todo
lo que ha sucedido, pienso que Dios sabe más, mucho más, y que permite mis
errores para hacerme crecer en humildad, en disponibilidad a los planes divinos
y, sobre todo, para que intensifique mi oración. Otras veces, como les ha
ocurrido a muchas de mis amigas, son otros los que les producen los
padecimientos que, si no recurrimos al Señor, terminan por quitarnos la paz y
la alegría. Cada coyuntura de nuestra
vida, nos enfrenta a la realidad de suponer que estamos solos ante la
dificultad y las circunstancias adversas. Pero un cristiano, recordad, nunca
está solo; porque siempre tiene –si está en Gracia- la presencia de Dios en su
interior. Eso es lo que nos diferencia de los demás: no la riqueza, ni el
saber, ni el poder, sino el convencimiento de que nuestra vida tiene una
finalidad y esa finalidad comienza y termina en el Señor. Nada es gratuito,
nada sucede porque sí; solamente hemos de confiar en el Padre y recordar que,
cuando parece que no podemos más, Él nos carga a sus espaldas –como la oveja perdida- para devolvernos al redil de
su inmenso amor.
Y esas situaciones,
en las que somos conscientes de nuestra debilidad, nos sirven, no lo olvidéis,
para requerir también la ayuda de nuestros hermanos, en la comunión de los
santos. Esa riqueza inconmensurable donde demandamos sus rezos para que sean,
unidos a los nuestros, una súplica que
Nuestro Dios no pueda rechazar. ¡Es tan grande ser Iglesia de Cristo y
pertenecer a la familia cristiana! Nunca nos sentimos desamparados, porque en
alguna parte del mundo y en muchos lugares a la vez, asciende una plegaria por
todos nosotros, en el sublime ofertorio del sacrificio del Altar. Por eso os
animo, a utilizar este medio como camino para unirnos todos en las peticiones
que preciséis. Os aseguro que no hay nada tan infalible como una cadena de oración.
No os prometo, porque eso es imposible, ya que nos hemos comprometido en las
aguas bautismales a cargar con amor la cruz de cada día, libraros del dolor, la
soledad o las injusticias; pero sí que me comprometo a compartirlas con
vosotros en mi oración y aseguraros que, como dijo el Señor, recibiremos el
bálsamo de ternura que es la luz que ilumina y nos deja ver la trascendencia
del sufrimiento, en el camino de nuestra redención.