8 de octubre de 2014

¿Cómo rezaba Jesús?



Evangelio según San Lucas 11,1-4.


Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas es, como muchos de los textos que escribe, corto en su extensión, pero rico en su contenido. Ante todo, nos presenta el hagiógrafo una escena que nos debe hacer pensar, a todos los que como discípulos tomamos ejemplo del Maestro, qué es lo que movió a aquellos hombres –que contemplaban en profundo silencio la oración de Jesús- a pedirle que les enseñara a participar de ese diálogo divino, tan íntimo y personal.

  No penséis que los apóstoles no estaban acostumbrados a dirigir sus plegarias a Dios, sino que, muy al contrario, ellos –como buenos judíos- frecuentaban la sinagoga, y en ella, abrían su alma encauzando al Señor sus sentimientos, con bellas y poéticas composiciones religiosas. Sirvan de ejemplo los fantásticos Salmos, que tantas veces utilizó el propio Salvador. Pero esos hombres que observan al Hijo de Dios, perciben que se encuentran ante una realidad que los trasciende; ante un hecho que tiene poco de costumbrismo y mucho de sobrenatural. Cristo no se dirige a un Dios todopoderoso, al que alaba; ni al que teme; ni al que le reclama una promesa divina, utilizándolo para sus propios intereses. No; el Maestro sólo se dirige a un Padre, al que ama sobre todas las cosas y al que está dispuesto a entregarle todas las cosas, una vez hayan sido redimidas con su Sangre. Habla de Tú a Tú, con el Señor de la Vida y con el dueño de todo sentido. Trata con el Amor, de los que son fruto del amor divino: los hombres. Y descansa su Humanidad en su Voluntad salvífica, que le dará la fuerza y el consuelo, para ser fiel a la misión encomendada y libremente aceptada.

  Aquellos pescadores que nunca antes habían contemplado una intimidad así, entre el Hombre y su Dios, son conscientes de que, partícipes por el Bautismo de la Gracia y de la misión del Hijo, necesitan imperiosamente hacerse uno con la oración de Jesús, para poder alcanzar la salvación. Y es por eso que aquel discípulo, asombrado por las preces y la actitud de su Señor, le pide –audazmente- que satisfaga sus deseos y les enseñe a orar. Y Jesús, como siempre, es incapaz de negar una petición que sirva para facilitar y alcanzar el camino que se nos ha trazado; y, por ello, les regala –y nos regala- el Padrenuestro.

  Esa es la plegaria por antonomasia, que surge del Verbo divino encarnado. Solamente el Mesías, perfecto Dios y perfecto Hombre, puede conocer las necesidades que de verdad precisan los seres humanos, y así ayudarnos en nuestras peticiones. Y les descubre que el Todopoderoso es, por encima de todo, un Padre amoroso que no quiere perder a ninguno de sus pequeños. Y que esa paternidad proviene de la realidad entrañable, de que nos convertimos, por la redención de Cristo, en hijos adoptivos de Dios. Que nos ha amado tanto, que nos lo ha perdonado todo, si estamos dispuestos a ser imagen para los demás, de su amor. Que quiere que nuestra voluntad solamente respire el aire que nos infunde la Suya; y que juntos estemos dispuestos a navegar mar adentro, para convertir y reconvertir esas mil orillas que encontraremos, a través de la expansión de su Palabra.

  También, porque El Señor sabe que somos materia, nos solicita el alimento diario de cada jornada: esa posesión austera de lo necesario, donde el término medio nos libra de la opulencia y nos previene de la miseria. Pero, si interiorizamos en esta petición, comprenderemos que ese pan no es sólo, ni mucho menos, el alimento que nos sacia el cuerpo; sino la Eucaristía Santa, sin la que no puede vivir nuestro espíritu. El propio Dios nos insta a buscarla con anhelo y, a la Iglesia, a ofrecérnosla en la Santa Misa. Porque la Gracia recibida con su recepción será lo que nos dará la fuerza para salir airosos de la tentación. Ya que siempre habrán tentaciones, ya que es el medio que tiene el Maligno para hacernos pecar; pero también siempre recibiremos el auxilio divino, si estamos dispuestos a no ceder ante ellas, y luchar por adquirir la fortaleza que proviene de una intensa vida espiritual y una constante oración confiada. Párate, medita y piensa...¿Cómo rezaba Jesús?