25 de octubre de 2014

¡Capítulo segundo!



C A P I T U L O      I I







 Ayer, el trabajo me deparó la satisfacción de un rato de conversación con Marta, una chica maravillosa, profesora de música, a la que he visto crecer; y he podido constatar que los años no han borrado de su rostro, esa sonrisa alegre que regala habitualmente a los que se encuentran a su lado.


Acostumbrada, por su profesión, al trato con niños y adultos me contó, horrorizada, como situaciones que antaño eran inaceptables, hoy están casi impuestas como normas de convivencia. Me estoy refiriendo, naturalmente, a la murmuración y a la difamación. Las personas hemos olvidado que cualquier ser humano, por el simple hecho de serlo, goza de una dignidad sobrenatural que nadie puede poner en entredicho. Pero es mucho más triste que los mismos que nos denominamos cristianos, los que portamos carteles en las manifestaciones contra las guerras, que nos quedamos afónicos pidiendo justicia para los desamparados del mundo, no volvemos nuestros ojos hacia la cruz de Cristo, donde un hombre, que es todo un Dios, vierte hasta la última gota de su sangre por cada uno de nosotros, sin excepción.


Tal vez es que el orgullo no nos deja entender lo que muchas veces repetía un sacerdote santo- "Yo no conozco el corazón de un criminal, pero conozco el corazón de un hombre honrado y estoy espantado"-. Nadie está libre, si no es por la gracia de Dios, de ser capaz de cometer los mayores horrores y los peores errores.



Tranquilizamos nuestra conciencia culpando a los medios de comunicación de fomentar ese tipo de programas cuya finalidad no es informar, ni tan siquiera formar, sino sacar a la luz todas las miserias humanas y hacer un circo con ellas. Pero olvidamos que las televisiones se guían por los índices de audiencia, que son el termómetro cultural de un país; y si no somos capaces de apagar el aparato y dejar de comprar las revistas sensacionalistas, contribuimos a la opinión generalizada de que el dinero avala la legitimidad de la degradación del ser humano.


Podemos pensar que a nosotros no nos afecta, pero no os llevéis a engaño; al igual que la polución no se nota y poco a poco penetra y ensucia nuestros pulmones, la visión asidua y el comentario generalizado que convierte en natural un acto que ofende a la caridad con nuestros hermanos, terminan por marchitar nuestra alma, cansada de nadar contra corriente.



Si tenéis alguna duda remitiros al evangelio de san Juan que nos narra el episodio de la mujer adúltera. Frente al daño que hacen las malas lenguas me acuerdo de Nuestro Señor que invitó a los que acusaban a la mujer pecadora , que si estaban libres de culpa lanzaran la primera piedra. Y recordad que nadie fue capaz de hacerlo. No nos corresponde a nosotros juzgar porque algunos han caído en el adulterio, la prostitución, la estafa o el sida; y por ello seremos medidos con la medida que utilicemos para los demás. Tememos a las enfermedades del cuerpo y no somos conscientes de que la crítica, es el cáncer del corazón.



Es cierto que la naturaleza humana, herida por el pecado, tiende a regodearse de las miserias ajenas, como si para crecer nosotros tuviéramos que poner el pie en la cabeza de nuestro prójimo. Pero no olvidéis que sentir no es consentir; luchamos contra nuestros instintos primarios para adquirir la libertad de elegir el bien.


A lo largo de mi vida he podido comprobar que no hay ningún corazón humano que no esconda una lumbre de nobleza, aprendiendo a querer a todos como son, con sus defectos, no como querríamos que fueran.



Pero si murmurar ya es una falta grave, me llena de espanto cuando contemplo que se puede calumniar, injuriar y difamar a alguien sin que ni siquiera asome un cierto rubor en sus mejillas. Los judíos de la época llevaron a Cristo al patíbulo valiéndose de esas acciones.



Mis padres, a los que debo que imprimieran en mi alma, con sus correcciones, los hábitos de buenas costumbres que al ejercer la voluntad se convierten en virtudes, me repetían incansablemente que hablar mal de alguien era soltar al viento un saco repleto de plumas…después es imposible recogerlas todas. Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras.



No podemos quitar la honra de nadie, porque es la estima y el respeto de su propia dignidad. Pensar que nadie está libre de ese hecho que comienza a utilizarse como una práctica común. Los que hoy murmuran de su amigo, mañana lo harán de nosotros. ¡Decíd basta! ¡Cortar esas conversaciones! Recordad que lo que determina la calidad de nuestros actos, es lo que se encuentra en nuestros corazones.


Recriminad al mundo, sin miedo, la falta de amor y de respeto que siente hacia el hombre y recordad, como dice el proverbio, que muchas veces más vale callar y parecer tonto, que hablar y demostrarlo. Luchad contra las guerras, que sesgan las vidas, pero con igual intensidad intentar terminar con las infamias que matan los corazones.


La madre Teresa de Calcuta nos decía:

” A menudo los cristianos se convierten en el mayor obstáculo para cuantos desean acercarse a Cristo .

A menudo predican un Evangelio que no cumplen.

Esta es la principal razón por la cual la gente  del mundo no cree .”



Tomar nota. Que por lo menos nosotros no contribuyamos con nuestra acción, o nuestra omisión, a dañar algo tan preciado como es el alma de otro ser humano.