22 de septiembre de 2014

¡Y aquí finalizan, las explicaciones bíblicas!



   De lo dicho hasta aquí se desprende que la Biblia se encuentra, con respecto a los clásicos de la antigüedad, en una posición de indiscutible ventaja, porque ningún libro antiguo puede alardear de un número tan grande de manuscritos: sólo para los Evangelios, unos cinco mil, entre códices, papiros, leccionarios y fragmentos varios. Además, porque resulta casi de forma extraordinaria, que estos manuscritos son esencialmente idénticos.

   Tomemos, por ejemplo, el texto de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro de Lc 16, 19-31: “había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes”. Si comparamos los aproximadamente dos mil códices evangélicos, todos contienen este versículo, pero una lección variante dirá que “vestía de lino finísimo y púrpura”; otro dirá “cada día” en vez de “todos los días” y algún códice sustituirá la alusión a los “espléndidos banquetes” con la indicación de que “banqueteaba de manera espléndida”. Y esas son las diferencias más importantes que podemos encontrar con la comparativa de miles de textos; por lo que podemos reconstruir el Nuevo Testamento con la convergencia de miles de manuscritos y alcanzaremos, sin dudarlo, un texto prácticamente único.
   No existe ningún otro texto, como dice Martini, que sea tan seguro como el Nuevo Testamento: ninguno otro está tan ampliamente documentado y lo sustancial del texto es idéntico en todos los códices. Pero, además de muy numerosos y prácticamente idénticos, los manuscritos de los Evangelios son muy próximos a las fechas de composición de los libros originales. Mientras que para los grandes poetas griegos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) y para los filósofos como Platón o Aristóteles, el tiempo que transcurre entre su obra original, de la que no queda testimonio escrito, y las primeras copias manuscritas es de hasta mil doscientos años, el texto más antiguo del Nuevo Testamento, identificado en 1935, es un papiro que, como ya hemos visto  -Rylands-  contiene parte del capítulo 18 del Evangelio de Juan y cuya datación se fija en torno al año 125 d. C. es decir, apenas 30 años después del texto original.

   Para encontrar los textos que han ofrecido mayores garantías de parecerse al original se han seguido los siguientes criterios, sobre todo pensando en el Nuevo Testamento; ya que los que pertenecen al Antiguo,  sobre todo en hebreo, su sello de seguridad fue los propios transcriptores masoretas:

·        Criterio Geográfico: Teniendo presente que los manuscritos bíblicos se difundieron donde lo hizo el cristianismo, si encontramos y comparamos que una transcripción es idéntica en Alejandría, Cesárea, Antioquía, Constantinopla, Lyon y Cartago  -donde se fundaron iglesias-, consideraremos que éste será el documento variante que habrá que preferir.
·        Criterio Genealógico: Si de entre diversas variantes podemos demostrar que una de ellas es el presupuesto de las sucesivas, decimos entonces que aquella es la variante original.
·        Criterio literario- estilístico: Cuando entre diversas variantes, por ejemplo del Evangelio de Lucas, una de ellas es la más próxima a la estructura literaria, o a la perspectiva teológica de Lucas, ésta es la que se deberá retener como auténtica; especialmente si se trata de una lección más difícil o más breve que las otras (debido a que quien transcribe un texto tiende a hacer más fácilmente comprensible los pasajes difíciles o a explicitar  -extender-  lo que sólo estaba explícito)

   Es bueno que sepamos que, desde los orígenes hasta hoy, los cristianos de Oriente gozaron de la traducción bíblica griega del hebreo más importante y fidedigna que ha sido fundamento para toda la teología cristiana. En Alejandría, hacia la mitad del siglo III, en un ambiente judío de expresión griega, el fundador de la Biblioteca de Alejandría, Demetrio de Falero, sugirió al rey Ptolomeo II Filadelfo (285-246 a. C.) que pidiera al sumo sacerdote de Jerusalén, ancianos cultos y competentes para traducir a la lengua griega la Biblia hebrea. De esta manera, se escogieron seis sabios de cada una de las tribus de Israel, siendo en total 70-72. De ahí que esta traducción se haya llamado la de los “Setenta” indicándose por la abreviatura LXX. De esta traducción proceden los papiros más antiguos que conservamos en griego.

   Gracias al descubrimiento de Qumrán, hemos podido revisar los fragmentos de los Setenta que se han encontrado en el desierto de Judá y se ha podido constatar su fidelidad, ayudando ambos textos  -los masoréticos y los de los LXX-  ha comprender el sentido de la Escritura.

   Cuando el cristianismo se extendió, el África romana hablaba en latín y por ello hubo que traducir, hacia el año 150 d. C. la Biblia griega al latín, surgiendo la Vetus latina, y posteriormente, entre el año 347-420 d. C. san Jerónimo realizó la traducción latina del hebreo a través de una obra magistral que ha recibido el nombre de la Vulgata.

   Como veréis, los judíos y los cristianos tenemos la documentación más rica, fiel y cercana de los documentos originales que dan razón de la Revelación de Dios al hombre; no hay ningún otro documento en la historia de la humanidad que goce de ese privilegio y, sin embargo, la Biblia siempre está en la palestra de la discusión de los que le exigen  certeza. Si Dios no hubiera querido ese ejercicio libre de la fe, asentimiento de la voluntad a la Verdad Revelada, seguramente tendríamos materiales originales y partiríamos de la evidencia. Pero Él nunca hace las cosas así; y por eso contamos con una superabundancia de materiales que la Providencia ha preservado, que son medios para que nuestra inteligencia indague y trabaje en la búsqueda de la Palabra, comprobando que fe y razón deben ir siempre de la mano. Pero, no os engañéis, en las cosas de Dios  -que siempre son razonables y razonadas, históricas y temporales, verdaderas y verídicas-   la última palabra siempre será la confianza en Aquel que me la transmite: Dios mismo.