9 de septiembre de 2014

¿Vamos a decirle que no?



Evangelio según San Lucas 6,12-19.


En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles:
Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé,
Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote,
Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón,
para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados;
y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, cómo Jesús ante un acontecimiento importante, recurre al auxilio divino de la oración, para que, en su Humanidad, el Padre le de el auxilio pertinente y el Espíritu Santo le guíe en sus decisiones. Él, el Hijo de Dios hecho Hombre, se pasa toda la noche orando antes de tomar decisiones, que son vitales para la propagación de la salvación.

  Es increíble como el Señor busca la Voz de Dios, que lo alienta en la libre fidelidad de su ministerio y en la elección de los pilares que van a sostener el edificio de la Iglesia naciente. Esa elección de los Doce Apóstoles, que orientan hacia la continuidad de la obra de Jesús, en el tiempo y en el espacio. De esta manera, el Maestro asocia a aquellos primeros a su labor redentora. Porque esta misión divina, en la que están religados a Cristo Jesús, debe durar hasta el fin del mundo; y afrontar como Iglesia, los embistes de las fuerzas del diablo.

  Ante este primer punto, que hemos leído y que es de una enseñanza profundísima, creo que todos nosotros debemos preguntarnos qué hacemos frente a nuestras dudas, a nuestras preocupaciones, a todas aquellas decisiones que influyen en nuestro existir y en la gente que nos rodean. ¿Oramos pidiendo sus dones al Señor? ¿Buscamos su consejo y nos guiamos por sus preceptos? ¿Intentamos recibir su Gracia, en la práctica  habitual de los Sacramentos? Jesús nos advierte que, si no lo hacemos así, estamos condenados a un fracaso absoluto, en todas las encrucijadas de nuestra vida. Dios debe ser nuestra medida: el quicio donde debe sostenerse la puerta de nuestras elecciones; que nos abrirán o cerrarán, el camino a la Vida eterna. Abandonar al Altísimo y erigirnos en dueños de nuestra propia ley, es un camino que conduce, inexorablemente, al desastre.

  También observamos en el texto, cómo el Maestro eligió a Doce hombres, de entre todos sus discípulos. A ellos los escogió de forma nominal y personal, porque sabía y conocía su capacidad. Pero que Dios nos elija, no quiere decir que estemos obligados a aceptar su llamada, o a no traicionar su confianza. Ese es el secreto del amor, que quiere que el amado escoja en la libertad, que le hace señor de sus actos. Y el Sumo Hacedor nos insta a formar parte de su plan divino, con nuestra forma de ser, nuestras miserias y nuestras desidias.

  Cómo bien sabéis, porque la historia así lo ha reconocido y tenemos miles de testimonios, unos fueron fieles a Cristo hasta la muerte y, en cambio otro, lo vendió por treinta monedas de plata. Todos escucharon lo mismo; todos compartieron la cercanía de Jesús; todos observaron sus milagros…pero cada uno reaccionó de forma distinta. Porque no hay nada peor que hacerse una imagen, no de cómo es Dios en realidad, sino de cómo deseamos que sea. Aquellos que estuvieron dispuestos a aceptar la Verdad que les manifestaba el Hijo, e identificaron su voluntad a la voluntad divina, fueron capaces de trascender su naturaleza herida y recibir la Gracia, que les hizo superar las tentaciones del maligno. Aquel que quiso hacer prevalecer su verdad –que siempre es una mentira- perdió el sentido de lo real y vació de contenido su vida, perdiéndola. Hoy, como entonces, el Señor nos pedirá el acto de fe, que siempre precede al milagro. Nos pedirá que le sigamos porque es Él, y no porque queramos que Jesús y su mensaje se acomoden a nuestros cánones y a nuestras necesidades. Y esperará, con amor y paciencia, que le entreguemos nuestra libertad, para que pueda disponer de ella como quiera. Y esa es la única forma de ser verdaderamente, libres.

  Y para finalizar, hay una frase en el capítulo, que me parece sublime; y es aquella en la que el escritor sagrado nos habla de que toda la gente quería “tocar” a Jesús, porque los sanaba con el poder que salía de Sí mismo. Aquí el Evangelio no nos habla de las palabras que salvan; sino de la Palabra hecha Carne, el propio Jesucristo, que es el camino de la redención. Su Persona, Dios encarnado, es la salvación de los hombres. Y ese Cristo nos espera, con su Cuerpo y su Sangre –de forma sacramental- en cada sacrificio de la Misa. Allí nos llama, no sólo a que nos acerquemos a Él y le toquemos, sino a que le recibamos y hagamos vida en Él y con Él, en nuestro interior. A que seamos sus discípulos sin condiciones, sin miedos y sin vergüenzas humanas. ¿Vas a decirle que no?