28 de septiembre de 2014

¡Somos sus elegidos!



Evangelio según San Mateo 21,28-32.


Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
"¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero, le dijo: 'Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña'.
El respondió: 'No quiero'. Pero después se arrepintió y fue.
Dirigiéndose al segundo, le dijo lo mismo y este le respondió: 'Voy, Señor', pero no fue.
¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?". "El primero", le respondieron. Jesús les dijo: "Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios.
En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él".

COMENTARIO:

  Aquí san Mateo, en su Evangelio, nos presenta esta parábola de Jesús que esclarece el porqué de Dios, a escoger un nuevo pueblo. Pero no os equivoquéis, ese nuevo pueblo está fundado en todos aquellos judíos que aceptaron su Palabra y, abriendo su corazón al Espíritu, entregaron al mundo entero la salvación prometida: a Jesucristo.

  Israel rechazó a Dios, en su Hijo, porque no se identificaba con el dios que se habían labrado a su medida; por eso primero dijo que sí, en el tiempo, para luego no creer y no estar dispuestos a dar los frutos de santidad precisos y necesarios. Les sobrevino la soberbia de sentirse por encima de los demás, y no estar preparados para compartir las promesas con los gentiles. Pensaron que, por ser los primeros llamados, podían despreciar a todos aquellos que habían sido destinados a seguir sus pasos, posteriormente, en el camino de la salvación. Sabían que la Ley les obligaba a servir y respetar a sus hermanos y, sin embargo, la convirtieron en un cúmulo de “cumpli-y-miento”. Hablaban a Dios con sus labios, le imploraban incluso, y, a pesar de ello, le negaban con el corazón. Las normas y los preceptos que llevaban al Padre, habían quedado transformados en un sinsentido, vaciado del amor –que era y es, su fin y su fundamento-.

  Por eso nos aclarará san Pablo –que como fariseo era un profundo conocedor de la ley mosaica- que nada de lo que hagamos es meritorio a los ojos del Señor, por bien que lo hagamos, si lo hemos dejado desnudo de la virtud de la Caridad. Amar no significa, como nos hicieron creer con un estúpido slogan, decir nunca lo siento. Sino que, muy al contrario, consiste en arrepentirse tantas veces como sea preciso y necesario, para pedir perdón a Dios y ser fieles a sus mandatos.

  Y la causa de que obremos así radica en que somos conscientes de los innumerables e inmerecidos bienes que el Señor nos ha dado, en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida. Comenzando por la existencia, y terminando por la Redención. Cuantos pecadores hay, que han comenzado su andadura diciendo “no” con sus obras, pero ante los signos de Dios se han convertido y, arrepentidos, han cumplido la voluntad divina. Jesús, porque nos conoce, nos ha dado multitud de oportunidades, ganadas con su Sangre en la cruz: sobre todo la del Sacramento de la Penitencia, que nos limpia, regenera y nos da la fuerza para combatir la debilidad particular, que nos ha arrastrado al pecado cometido.

  A Él, como a todos los que aman de verdad, no le importa los principios, sino los finales. Porque conoce el fondo de nuestra alma y las luchas internas que tenemos para mantener esa pureza de espíritu, que nos conducirá a Dios. A Él no le impresionan esos gestos externos de “bienqueda”,  sino la realidad que anida en el fondo de nuestra conciencia. Porque es allí, y solo allí, donde Jesús se presenta ante nosotros y nos insta a responder a su convocatoria; tal vez al principio le digamos que no, tal vez sintamos miedo al compromiso… Pero el Señor es paciente y sabe que lo importante es responder a las pequeñas cosas, cumpliendo los detalles diarios; esos que no se notan, que no tiene importancia a los ojos de los demás. Pero para Dios representa cumplir fielmente su voluntad hasta en las cosas más simples, que ayudan a hacer la vida más agradable y contribuir a un mundo mejor.

  Jesús quiere ese “sí”, que es fruto de la lucha personal, del compromiso, del valor. Quiere ese amor que se crece ante las dificultades, porque sabe que siempre descansará en los brazos amorosos de su Padre. Y que si el Padre las permite, es sin ninguna duda, por el bien de ese hijo que debe crecer y madurar en la responsabilidad del amor entregado. Nos quiere miembros  coherentes, ante los hombres, de ese Nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia; esa comunidad de bautizados en Cristo que, levantándose de sus caídas –inevitables, por su naturaleza herida- cumplen sus promesas y responden como sólo lo hacen, aquellos que se saben elegidos para una altísima misión. El propio Jesús ha puesto su confianza en nosotros ¡No podemos defraudarle!