23 de septiembre de 2014

¡Somos familia de Dios!



Evangelio según San Lucas 8,19-21.


Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud.
Entonces le anunciaron a Jesús: "Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte".
Pero él les respondió: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".

COMENTARIO:

  Durante muchos años, cuando meditaba estas palabras de Jesús dirigidas a la Virgen y sus familiares, que resuenan en el Evangelio de Lucas, me parecía que el Señor había demostrado, con ellas, una cierta indelicadeza. Pero como sabía que eso era imposible en un Corazón hecho de la más pura misericordia, comprendí que tenía que ser yo la que no alcanzaba a comprender su verdadero significado. Los años y los estudios de Teología, me permitieron introducirme en la realidad y la profundidad de su alcance. Por si a vosotros os ha ocurrido lo mismo, voy a intentar desgranar, a la luz del Espíritu que ilumina el Magisterio, la certera explicación que nos quiere hacer llegar el Maestro.

  Justamente ese episodio se sitúa cerca del de la parábola del sembrador, que hemos visto en días pasados, para resaltar la importancia vital que tiene para el hombre, escuchar la Palabra divina. Sólo el que la oye y la pone en práctica, acepta de verdad a Jesús. Y aceptar a Nuestro Señor, significa recibir el Bautismo que nos eleva a la dignidad de hijos de Dios en Cristo y, por ello, miembros de la familia cristiana. Somos hermanos del Maestro y su Gracia – la Vida divina- corre por nuestra alma.

  Eso es, exactamente, a lo que se refiere Jesús cuando nos indica que si aceptamos ser sus discípulos, pasamos –a través de los Sacramentos- a formar parte de su Cuerpo Místico, y ser parte de su más profunda intimidad. Pensad que, mediante la Eucaristía, cada uno de nosotros recibe  en su interior a Jesús de Nazaret; al Maestro que se dirigía en aquellos momentos, a las multitudes que se concentraban a su paso. ¡Es tan inmenso! Dios nos hace a nosotros –si estamos en Gracia- Sagrarios de su Hijo, para acercarlo a cualquier lugar e iluminar, cualquier circunstancia.

  Somos, al igual que lo era María, discípulos del Señor. Y ese es el segundo punto al que se refiere el Maestro, con sus palabras: la Virgen es el discípulo perfecto de Cristo; porque serlo significa seguir a un Maestro y aceptar sus enseñanzas. Y nadie lo hizo mejor, ni fue más fiel a ellas, que Nuestra Señora. Por eso debemos tomarla como ejemplo y mirarnos constantemente en su Persona: Ella, recogida en profunda oración en su alcoba, recibió la llamada divina –la vocación- para ser Madre del Mesías. No calibró los problemas, los dolores, las renuncias a las que iba a tener que someterse, por el hecho de aceptar la voluntad de Dios. Simplemente se puso en manos del Padre  y, a través del ángel, asumió como suyo, el querer divino.

  Así nos quiere Jesús a ti y a mí; mirándonos en el ejemplo de aquellos primeros que, a pesar de sus limitaciones, descansaron en el poder de Dios y confiaron en su Palabra. Esos son su familia, y esos somos su familia si, como ellos, comprendemos la grandeza de  comportarnos como verdaderos hermanos de Nuestro Señor.

  Aunque lo he repetido muchas veces, no quiero terminar sin recordaros, otra vez, que la expresión “hermanos” en los idiomas antiguos, hebreo, arameo, árabe…se utilizaban para indicar la pertenencia a una misma familia, clan o tribu. Ya que no había un término específico para ese parentesco. Posteriormente veremos como a algunos a los que el texto se ha referido como hermanos de Jesús son, en realidad, hijos de María de Cleofás. Por eso, apoyarse en esas palabras para discutir la perpetua virginidad de María es, entre otras muchas cosas, ridículo. Si alguno gusta de una explicación más amplia, no dudéis en pedírmela, a través del apartado de preguntas que tenemos.