2 de septiembre de 2014

¡Somos de Dios!



Evangelio según San Lucas 4,31-37.


Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados.
Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza;
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún daño.
El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: "¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!".
Y su fama se extendía por todas partes en aquella región.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas nos muestra que Jesús, cuando predicaba, no sólo transmitía un mensaje a aquellos que le escuchaban, sino que era el autor de sus palabras y de los hechos que relataba. Por eso la gente se sorprendía y, sin alcanzar su total conocimiento, comprendían que en Él, todo era distinto: que hablaba con autoridad. Por ello su comunicado, era esa semilla que se plantaba en el corazón, para convertirse en un frondoso árbol.

  Evidentemente, nosotros no tenemos esa capacidad de anunciar la Escritura Santa, como lo hacía el Señor: pero en estas primeras líneas del texto sagrado, Jesús nos advierte que, para ser buenos discípulos y dar frutos de santidad, hemos de hacer vida lo que predicamos. Que aquellos que nos escuchan harán suyas nuestras palabras, si comprenden que éstas, no sólo informan, sino que son el verdadero seguimiento de Jesucristo a través de su Vida, su Muerte y su Resurrección. Y la única manera de hacerlo, es conociendo y participando en profundidad el Evangelio.

  El escritor sagrado nos relata el episodio en que el Maestro se encuentra en la sinagoga, con un hombre que tiene un espíritu impuro. El mal reconoce, con presteza, al Hijo de Dios en su Humanidad; y le teme, porque sabe que ha venido a deshacer el nudo de pecado, con el que Satanás ató a los hombres en su libertad. Y, ante este hecho, Jesús demuestra a todos aquellos presentes, que las palabras que salen de su boca van acompañadas de las obras que manifiestan su poder, y dan testimonio de la Verdad. Porque, a su orden, el diablo abandonó el cuerpo de aquel pobre desgraciado.

  Si recordáis, éstas son las cualidades de las que nos hablaba el Libro del Génesis y el Éxodo, cuando se referían a que Dios siempre confirmaba con hechos, lo que salía de su “boca”. Por eso, ese espíritu reconoce el poder divino del hijo del carpintero, que se escondía al conocimiento de muchos de los que le seguían. Esa Palabra que, desde el principio de los tiempos, ordenaba cuando las tinieblas cubrían la faz del abismo, para que todo fuera iluminado. Ese firmamento, esas aguas, esa tierra, esos hombres… Todo nacido de la Voz de Dios.

  O ese mensaje explícito, dado por el Señor a Moisés, que denota la autoridad, la jurisdicción y el poderío, que surgen de su expresión y que entrañan un compromiso:
“Esto has de decir a la casa de Jacob y esto has de anunciar a los hijos de Israel:”Vosotros habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo os he llevado en alas de águila y os he traído hacia mí. Ahora pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad en exclusiva entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; vosotros seréis para mí, un pueblo de sacerdotes y una nación santa”, Éstas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel” (Ex.19, 3-6)

  Esa Voz de Dios, que se hace presente en su Enviado –el Verbo encarnado- y que, en cada momento que nos relata el Antiguo Testamento, ha formado parte de la Trinidad Santísima. Jesucristo tiene la autoridad del Padre, porque es la Palabra divina que ha asumido la naturaleza humana: Dios de Dios, Luz de Luz. Y, ante esta realidad, sólo podemos sentirnos totalmente felices y agradecidos. Porque el poder del Altísimo ha querido compartir con nosotros nuestro destino, para que nosotros podamos recuperar nuestra fortuna primigenia: vivir eternamente al lado de Dios.

  Ese Jesús nos insta a pedirle, a contarle, a amarle y a compartir con Él nuestra intimidad. Él y sólo Él debe ser nuestra alegría y esperanza; porque ante su presencia, que recibimos en la Eucaristía, ningún poder puede dañarnos de verdad. Nadie tiene lo que tiene un cristiano, si quiere: a Dios mismo a la espera de que le abramos nuestro corazón, para hacer vida en y con nosotros. Y no de forma alegórica, sino real: con su Cuerpo y su Sangre, tal y como se entregó por nosotros en la Cruz.

  Pero este episodio guarda una segunda lectura, muy importante para mantener a salvo nuestra salud espiritual: el Maestro nos pone en guardia sobre el peligro de coquetear con el mal; de caminar al borde del precipicio, tonteando con la tentación. El Señor no le permite argumentar al diablo, sino que, directamente, le manada callar. No quiere escuchar sus razones, porque conoce sus verdaderas intenciones. Por eso, nos da los Mandamientos,  porque sabe que son el camino seguro para evitar nuestra perdición.

  Hemos de ser prudentes y no permitir esas verdades a medias que siempre son, en el fondo, mentira. No debemos dar oído ni ocasión para que, aquellos que viven en y del pecado como servidores de Satanás, introduzcan la malicia en nuestra voluntad. Jesús nos quiere despiertos, prudentes y siempre dispuestos –como nos dice el texto del Éxodo- a escuchar su Voz, guardar su definitiva alianza y ser de su exclusiva propiedad. ¡Somos cristianos! ¡Somos de Dios!