Evangelio según San Lucas
4,31-37.
Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y
enseñaba los sábados.
Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza;
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún daño.
El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: "¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!".
Y su fama se extendía por todas partes en aquella región.
Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza;
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún daño.
El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: "¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!".
Y su fama se extendía por todas partes en aquella región.
COMENTARIO:
Este Evangelio de san Lucas nos muestra que
Jesús, cuando predicaba, no sólo transmitía un mensaje a aquellos que le
escuchaban, sino que era el autor de sus palabras y de los hechos que relataba.
Por eso la gente se sorprendía y, sin alcanzar su total conocimiento,
comprendían que en Él, todo era distinto: que hablaba con autoridad. Por ello
su comunicado, era esa semilla que se plantaba en el corazón, para convertirse
en un frondoso árbol.
Evidentemente, nosotros no tenemos esa
capacidad de anunciar la Escritura Santa, como lo hacía el Señor: pero en estas
primeras líneas del texto sagrado, Jesús nos advierte que, para ser buenos
discípulos y dar frutos de santidad, hemos de hacer vida lo que predicamos. Que
aquellos que nos escuchan harán suyas nuestras palabras, si comprenden que
éstas, no sólo informan, sino que son el verdadero seguimiento de Jesucristo a
través de su Vida, su Muerte y su Resurrección. Y la única manera de hacerlo,
es conociendo y participando en profundidad el Evangelio.
El escritor sagrado nos relata el episodio en
que el Maestro se encuentra en la sinagoga, con un hombre que tiene un espíritu
impuro. El mal reconoce, con presteza, al Hijo de Dios en su Humanidad; y le
teme, porque sabe que ha venido a deshacer el nudo de pecado, con el que
Satanás ató a los hombres en su libertad. Y, ante este hecho, Jesús demuestra a
todos aquellos presentes, que las palabras que salen de su boca van acompañadas
de las obras que manifiestan su poder, y dan testimonio de la Verdad. Porque, a
su orden, el diablo abandonó el cuerpo de aquel pobre desgraciado.
Si recordáis, éstas son las cualidades de las
que nos hablaba el Libro del Génesis y el Éxodo, cuando se referían a que Dios
siempre confirmaba con hechos, lo que salía de su “boca”. Por eso, ese espíritu
reconoce el poder divino del hijo del carpintero, que se escondía al
conocimiento de muchos de los que le seguían. Esa Palabra que, desde el
principio de los tiempos, ordenaba cuando las tinieblas cubrían la faz del
abismo, para que todo fuera iluminado. Ese firmamento, esas aguas, esa tierra,
esos hombres… Todo nacido de la Voz de Dios.
O ese mensaje explícito, dado por el Señor a Moisés,
que denota la autoridad, la jurisdicción y el poderío, que surgen de su
expresión y que entrañan un compromiso:
“Esto has de decir a la
casa de Jacob y esto has de anunciar a los hijos de Israel:”Vosotros habéis
visto lo que he hecho con los egipcios y cómo os he llevado en alas de águila y
os he traído hacia mí. Ahora pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi
alianza, seréis mi propiedad en exclusiva entre todos los pueblos, porque mía
es toda la tierra; vosotros seréis para mí, un pueblo de sacerdotes y una
nación santa”, Éstas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel”
(Ex.19, 3-6)
Esa Voz de Dios, que se hace presente en su
Enviado –el Verbo encarnado- y que, en cada momento que nos relata el Antiguo
Testamento, ha formado parte de la Trinidad Santísima. Jesucristo tiene la
autoridad del Padre, porque es la Palabra divina que ha asumido la naturaleza
humana: Dios de Dios, Luz de Luz. Y, ante esta realidad, sólo podemos sentirnos
totalmente felices y agradecidos. Porque el poder del Altísimo ha querido
compartir con nosotros nuestro destino, para que nosotros podamos recuperar
nuestra fortuna primigenia: vivir eternamente al lado de Dios.
Ese Jesús nos insta a pedirle, a contarle, a
amarle y a compartir con Él nuestra intimidad. Él y sólo Él debe ser nuestra
alegría y esperanza; porque ante su presencia, que recibimos en la Eucaristía,
ningún poder puede dañarnos de verdad. Nadie tiene lo que tiene un cristiano,
si quiere: a Dios mismo a la espera de que le abramos nuestro corazón, para
hacer vida en y con nosotros. Y no de forma alegórica, sino real: con su Cuerpo
y su Sangre, tal y como se entregó por nosotros en la Cruz.
Pero este episodio guarda una segunda
lectura, muy importante para mantener a salvo nuestra salud espiritual: el
Maestro nos pone en guardia sobre el peligro de coquetear con el mal; de
caminar al borde del precipicio, tonteando con la tentación. El Señor no le
permite argumentar al diablo, sino que, directamente, le manada callar. No
quiere escuchar sus razones, porque conoce sus verdaderas intenciones. Por eso,
nos da los Mandamientos, porque sabe que
son el camino seguro para evitar nuestra perdición.
Hemos de ser prudentes y no permitir esas
verdades a medias que siempre son, en el fondo, mentira. No debemos dar oído ni
ocasión para que, aquellos que viven en y del pecado como servidores de
Satanás, introduzcan la malicia en nuestra voluntad. Jesús nos quiere
despiertos, prudentes y siempre dispuestos –como nos dice el texto del Éxodo- a
escuchar su Voz, guardar su definitiva alianza y ser de su exclusiva propiedad.
¡Somos cristianos! ¡Somos de Dios!