7 de septiembre de 2014

¡No falla nunca!



Evangelio según San Mateo 18,15-20.



Jesús dijo a sus discípulos:
Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.
Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos.
Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano.
Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá.
Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos.



COMENTARIO:



  Este Evangelio de Mateo, pone de manifiesto una práctica muy común entre los primeros cristianos y que hoy, tristemente, está en desuso: la corrección fraterna. Pero esa prescripción, que nació como veréis de la voluntad divina de que los hombres nos ayudáramos a crecer mutuamente en la perfección de la fe, nada tiene que ver con la crítica, el insulto o la indiscreción. Por eso, repite Jesús, como ha hecho en todos estos días, que hemos de trascender la aplicación de la Ley, que daban los escribas y fariseos. Porque ante un montón de tradiciones, que fueron elaboradas por propia iniciativa y para su único interés, habían llegado a anular el mandato de Dios.



  Nuestro Señor proclama otra vez, el verdadero sentido de los preceptos morales, y que no es otro que la pureza interior. Cierto es, qué duda cabe, que nuestros actos deben ser el fiel reflejo de la fe y el compromiso que anida en nuestro interior; pero de nada sirve cumplir las normas a rajatabla, si han quedado convertidas en simples fórmulas, cuya finalidad ya no es alcanzar el amor de Dios y la entrega a nuestros hermanos.



  Es por eso, que el Maestro quiere dejar claro en este pasaje, que lo único que debe y puede mover la vida de la Iglesia –que somos todos los Bautizados en Cristo- es la práctica de la fraternidad; la aceptación de la potestad que tienen nuestros pastores, y la fuerza de la oración en común. Cada uno de nosotros, y sobre todo aquellos que ejercen el magisterio por designio divino, debemos velar por los hermanos que Dios nos ha puesto a nuestro lado. Así lo hizo Cristo, y así nos lo enseñó; por eso, al corregir un error de fe o un desvirtuado comportamiento cristiano que observamos en algún miembro de nuestra comunidad, tenemos la obligación de decírselo en privado y con toda la caridad de la que somos capaces. Ya que con esa actitud, cooperamos a su salvación y la ayudamos a corregir ese defecto al que, seguramente le han llevado las circunstancias, el cansancio o la desidia. Huelga decir que cuando somos nosotros los que nos convertimos en sujetos de la corrección, hemos de aceptarla con el convencimiento total de que es fruto del amor y de la amistad. Porque si esa práctica no está basada en el cariño profundo, carece totalmente de sentido y responde a una mala intención.



  Yo recuerdo cuando un día un sacerdote me explicó que esta costumbre cristiana, tan antigua, tenía una fácil explicación: Me dijo: “Es como si tú vas detrás de un coche que ha encendido el intermitente, para anuncia que va a adelantar; y al volver a su nueva posición, se lo deja encendido por descuido. No pasa nada, pero tu obligación es avisarle, porque puede causar un accidente, al dar a otro vehículo una información errónea.” Muchas veces vemos desde fuera, situaciones y actitudes que no se ven desde el interior. Por eso, objetivamente, podemos aconsejar; siempre que antes hayamos orado al Espíritu Santo por esa persona y le hayamos pedido Gracia, para decirlo en el momento oportuno y con la frase pertinente.



  Esa especificación de corrección, más eclesial, que nos hace el escritor sagrado, bien puede tomarse como la práctica del sacramento de la penitencia, que la Iglesia –asistida por el Paráclito- estableció en diferentes épocas, de maneras distintas, hasta llegar a la confesión privada y secreta que gozamos en nuestros días.



  Jesús finaliza sus palabras, subrayando el poder y el valor que tiene la oración que hacemos en común con nuestros hermanos. No sólo la oración litúrgica que, evidentemente, es la principal; ya que el Señor –en forma sacramental- se hace presente en el sacrificio de la Misa, en la fuerza del Bautismo, o en la misericordia de la Confesión. Sino también la que realizamos con los miembros de nuestra familia; y con aquellos con los que formamos grupos pequeños de amigos o conocidos, para compartir lo más grande que nos puede unir: la fe. Y lo hacemos a través de la oración, mientras descansamos juntos en la Providencia y en el apoyo mutuo de nuestras respectivas preces. Esta práctica tan común, entre aquellos primeros que formaron la Iglesia primitiva, debe movernos a sentirnos como eslabones de una cadena, que nos une fuertemente entre nosotros y nos fortalece junto al Señor. Por eso, igual que invitamos a nuestros amigos al cine, perdamos las vergüenzas humanas y propongámosles formar núcleos de oración. No hay nada que una más, creedme, que rezar en comunidad; aunque ésta sea pequeña, frágil o temporal. Fomentad la plegaria y disfrutad junto a ellos, de la fuerza de la esperanza ¡No falla nunca!