4 de septiembre de 2014

¡No desperdiciemos nuestro tiempo!



Evangelio según San Lucas 5,1-11.


En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret.
Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes.
Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: "Navega mar adentro, y echen las redes".
Simón le respondió: "Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes".
Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse.
Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: "Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador".
El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido;
y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: "No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres".
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas, nos presenta un primer hecho que creo que debe hacernos meditar a todos: la multitud apretujaba al Señor, para poder escuchar mejor sus palabras. Hoy, que todos gozamos de la posibilidad de gozar del mensaje de Cristo, escrito o celebrado con su presencia en la liturgia eucarística, parece mentira que seamos capaces de ignorar el Libro Sagrado y dejar de asistir con asiduidad a la Santa Misa. Es ese Nuevo Testamento, el que nos remite con facilidad a cada sílaba, a cada sonido, a cada momento que Jesús vivió y predicó entre nosotros. Y es bien cierto que facilitar las cosas, no siempre es bueno, porque para muchos las desvaloriza, complicándolas. Cada uno de nosotros, como cristianos convencidos, debería frecuentar diariamente ese encuentro con el Hijo de Dios, que se nos da en el Sacramento de la Eucaristía. No sólo deberíamos tener la curiosidad por leer y conocer, sino la necesidad de profundizar en cada línea de la Escritura, donde gozamos y hacemos vida, lo que con tanta dificultad nos transmitieron aquellos primeros cristianos.

  Vemos después como el Maestro, al ver la Barca de Pedro que estaba a la orilla del lago, se sube a ella. No pide permiso a su apóstol, porque sabe que, por el hecho de serlo, todo lo que tiene está en función de los deseos y las necesidades del Señor. Qué ejemplo para todos nosotros, que estamos convencidos de que somos propietarios de todos nuestros bienes. No; no os equivoquéis. Somos usufructuarios de aquellos dones que Dios ha tenido a bien compartir con nosotros, pero que en cualquier momento –y con todo el derecho- nos  puede reclamar: la vida, el trabajo, el dinero, la familia, la salud y nuestro tiempo… Todo es de Dios. Cada una de nuestras “posesiones”, sólo serán efectivas, si con ellas conseguimos alabar a Dios y ayudar a nuestros hermanos.

  Ante la petición de Jesús a Simón, para que eche las redes mar adentro, éste le replica porque sólo confía en sus medios humanos. Hemos de estar atentos en la oración, para escuchar qué quiere y qué nos dice el Señor a cada uno de nosotros. Hemos de estar receptivos a los consejos divinos que el Espíritu Santo infundirá en nuestro corazón, durante la plegaria; y dispuestos a unir nuestra voluntad a la suya, mientras descansamos en su Providencia. Porque sólo así seremos capaces de ser efectivos en lo cotidiano, y en lo sobrenatural. No podemos olvidar, que toda nuestra existencia debe tener como finalidad ayudar por amor a Dios a nuestros hermanos en sus necesidades; y no hay necesidad más acuciante ni principal, que el que los hombres conozcan a Dios. Porque el mundo cambiará, cuando cambie el corazón de los hombres y se abra a la Verdad y a los valores cristianos, que devuelven la dignidad y el derecho a todos los hombres. No porque nazcan aquí o allí; ni tengan uno u otro color, sino porque son imagen divina y todos somos miembros de la misma familia.


 Si sacamos a Dios de nuestras vidas, trabajos, tareas y aspiraciones, nuestro interior quedará vacío de contenido y no encontraremos el verdadero sentido de nuestro existir. Giraremos en nuestro ser y en nuestro obrar, apoyándonos en el eje del gusto y del placer; asentándose el egoísmo en nuestra alma y predisponiéndonos a hacer solamente aquello que nos satisfaga. Cierto que podremos hacer cosas buenas, pero tal vez no son las que Dios tenía dispuestas para nosotros; porque lo bueno siempre cede ante lo mejor. Y sólo Dios conoce en el tiempo, lo que es más adecuado para cada momento y lugar.

  Ante Jesús, Pedro reconoce sus miserias, su pequeñez, su fragilidad; haciendo un acto de humildad que debe ser lema de nuestra vida. Porque ante la magnificencia divina, el Maestro le revela que, por su Gracia, los va a hacer capaces de ser los pilares de una Iglesia, que conquistará el corazón del mundo y vencerá al maligno en el fin de los tiempos. Una Iglesia, donde Cristo estará presente hasta la llegada de la Gloria. Donde esos pescadores, pobres e indefensos, serán por la fe, apóstoles de Jesucristo. Tomemos buena nota y confiemos en Jesús; porque hemos sido creados para permanecer a su lado. No desperdiciemos ni un segundo, para compartirlo al lado de Nuestro Señor.