18 de septiembre de 2014

¡Luchemos por mejorar!



Evangelio según San Lucas 7,36-50.


Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa.
Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume.
Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!".
Pero Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". "Di, Maestro!", respondió él.
"Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.
Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?".
Simón contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien".
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.
Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies.
Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.
Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor".
Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados".
Los invitados pensaron: "¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?".
Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas presenta, en un mismo hecho, diferentes puntos de meditación que contienen un profundo sentido teológico. Ante todo observamos como un fariseo llamado Simón, invita a comer a su casa a Jesús de Nazaret. Seguramente quiere comprobar por sí mismo, tras haber escuchado los muchos milagros que ha realizado el Señor, quién es en realidad ese Maestro, del que todos hablan. Es posible que hasta le tuviera algo de estima, pero es evidente que le falta al respeto al no ofrecerle las normas básicas de cortesía, que utilizaban entre sí los judíos; como era, por ejemplo, el lavatorio de los pies. Si recordáis, cuando Jesús quiere testimoniar a sus discípulos la actitud de amor y entrega que debe moverles en su servicio, como Iglesia, a sus hermanos, les lava los pies, uno a uno. Los purifica, los seca, los descansa… En una palabra, busca –con esta acción- demostrar hasta qué punto, son importantes para Él.

  Simón, sin embargo, hace caso omiso a este signo de acogimiento; y aunque insiste en que Jesús comparta a su lado la comida, podemos pensar que tal vez lo hizo para aclarar sus dudas, o satisfacer sus curiosidades. Aquí, veladamente, el Señor nos vuelve a hablar de la importancia de poner por obras, lo que de verdad siente nuestro corazón. Porque si no amamos desde el fondo del alma, tarde o temprano hablarán o nos traicionarán nuestras acciones. Y tampoco puede pasarnos inadvertido, este guiño que nos hace el Hijo de Dios ha cuidar con delicadeza los detalles que tenemos hacia su Persona. Gusta Nuestro Dios, de que afloren las obras propias de un corazón enamorado: Que cuidemos el decoro ante su presencia real en el Sagrario; esa reverencia, que denota respeto y sumisión a su grandeza; ese señal de la cruz, hecha con pausa y respeto… Tantas y tantas cosas, que no son fruto de la hipocresía, sino de la consideración ante la realidad del acto de fe.

  Cuando aparece esa mujer, a la que todos conocen por su existencia pecaminosa, se organiza un alboroto. Ella, en silencio y derramando esas lágrimas propias del arrepentimiento y del dolor de la ofensa infringida, intenta dar lo mejor que tiene, material y espiritual, a ese Cristo que le ha dado sentido a su vida; porque le ha hecho conocerse a sí misma y el inmenso valor que tiene a los ojos de Dios. El fariseo, incapaz de trascender los hechos, sólo alcanza a comprender que  lo que sus ojos le muestran, es fruto de la ignorancia de Aquel, al que todos denominan Profeta. Y Jesús, con calma, le desgrana con una metáfora, la relación indisoluble que existe entre el amor y el perdón. Le ofrece el Maestro, la clave de la relación del hombre con Dios: porque el amor a Dios y el perdón de los pecados, están íntimamente unidos. Solamente aquel que se duele de haber ofendido al Señor, no porque pueda castigarlo, sino porque no ha conseguido permanecer fiel al amor recibido, obtendrá la absolución de sus faltas y será recibido en los brazos amorosos de su Padre. El amor consigue el perdón; y el perdón suscita el amor.

  Por eso, delante de todos y, como hizo con el paralítico de Cafarnaúm, Jesús se dirige a la mujer y le hace comprender que su fe la ha salvado. Que Dios nunca desoye la súplica confiada de los hijos que recurren a su misericordia. Y así, con firmeza y sin dudarlo, el Maestro le perdona sus pecados y demuestra que es Dios, sin dejar de ser Hombre. En ese momento, ese doctor de la Ley, que ha dudado del Señor, al pensar que desconocía la trayectoria de la mujer que se acercaba a Él con un frasco de perfume, tiene que reconocer, ante las palabras magistrales del Maestro, que Éste ve hasta lo más oculto de los pensamientos: Jesús ha penetrado en los recónditos y escondidos entresijos de su negro corazón.

  Así hemos de mostrarnos ante el Hijo de Dios: con el convencimiento de que ante Él, no hace falta maquear sentimientos ni maquillar situaciones. ¡Somos todos muy poca cosa! Y el Señor lo sabe. Pero como vemos aquí, Jesús gusta de que nos mostremos como somos, pero sobre todo, que luchemos a su lado por ser mejores. Que manifestemos, con obras, que Cristo es el eje en el que gira nuestra existencia. Que hagamos examen de conciencia y reconozcamos nuestros pecados para, con el dolor del amor, pedirle que nos deje darle la mano y compartir con Él los senderos de la vida.