19 de septiembre de 2014

¡La fortaleza de las mujeres!



Evangelio según San Lucas 8,1-3.


Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce
y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios;
Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, tiene una especial significación para todas aquellas mujeres, a las que el Señor ha llamado para estar a su lado; es decir, para ti y para mí, que hemos recibido ese regalo inmenso y preciado, que es la fe. Vemos como Jesús, con todos aquellos miembros que han formado parte de la Iglesia primitiva –los Apóstoles y las mujeres- va por los pueblos y las aldeas, proclamando la Buena Nueva. Todos ellos son conscientes de que, hagan lo que hagan, la misión más importante que han recibido, es el comunicar en su día a día, la salvación a los hombres. Vemos como el Hijo de Dios acoge en su Reino, a todos –hombres y mujeres- que están dispuestos a hacer de Cristo, el eje de su existencia.

  Y a cada uno de ellos, los llama con una vocación determinada; entregando los distintos carismas de su Espíritu, que serán un distintivo esencial en ese Nuevo Pueblo de Dios. Recuerdo una frase que un día escuché y que me sirvió para darme cuenta de que, ante Dios, nuestra voluntad siempre debe estar en disposición de servir a la Suya: “Nuestra obligación es cumplir la voluntad de Dios; y aunque a veces queramos hacer cosas buenas, hay que tener en cuenta que, posiblemente, no sea lo que Jesús quiere y espera en ese momento de nosotros.”

  Yo comprendo que, por una cuestión ideológica y de reivindicación absurda, cuya base es la soberbia mal entendida y peor dirigida, muchas mujeres reclaman al Magisterio, un lugar en el que el propio Cristo, no quiso ponerlas. Ni siquiera quiso que lo ocuparan todos los varones, sino aquellos a los que Él eligió de una forma personal y privada. Y eso no quiere decir, ni muchísimo menos, que el sitio que los demás ocupamos en el plan divino de la salvación, sea más prescindible o menos importante. ¡Al contrario! San Lucas, precisamente, recogerá en todos sus relatos, la importantísima presencia de las mujeres en la obra del Evangelio. Y no podemos olvidar que nadie, absolutamente nadie, ha tenido un papel más crucial que la Virgen María. Ella fue llamada a corredimir con su “sí”, al lado de Jesucristo, a la humanidad entera.

  Periódicamente, el Señor se acercaba a Betania, donde tenía esos amigos del alma: Lázaro, Marta y María; y donde el Maestro recuperaba fuerzas, ante las atenciones y el cariño maternal de esas dos mujeres. Qué decir de María de Cleofás, o de la Magdalena, siempre dispuestas a seguir y servir a su Maestro, cómo Él quería ser servido: con amor, disponibilidad, discreción, valor y entrega. Todas aquellas mujeres, y las que después se unirán a los Apóstoles – Tabita, Lidia, Priscila…- no sólo abrirán su corazón a Dios, sino que su hogar será esa Iglesia doméstica, donde Cristo presidirá y moverá todas las tareas necesarias para la cooperación del trabajo apostólico.

  Gozamos todos, hombres y mujeres, de la misma dignidad que nos confiere –y no la hay más alta- el ser hijos de Dios. Pero aunque nos esforcemos por intentarlo, dentro de esa dignidad común, hay características peculiares y particulares que se ven –y así debe ser- reflejadas en los papeles que tenemos dentro de la Iglesia. Porque no hay que olvidar que servimos al Señor, a través de su Iglesia, no para realizarnos de una forma personal; ni para sentirnos importantes dentro de la comunidad, ya que no lo conseguimos fuera; ni para reclamar una parcela de poder… ¡No! Debemos ser esos miembros efectivos del Cuerpo de Cristo, que el Espíritu Santo –a través de su Magisterio- ha distribuido en cada momento, para ocupar el lugar necesario para servir a Dios y a nuestros hermanos, en la fe.

  Jesús ha querido necesitarnos de una forma determinada, pero lo que está claro en toda la Escritura es que siempre se apoyó, para continuar su obra, en la fortaleza incondicional de aquellas mujeres, que no le abandonaron jamás. Ni en los momentos de gozo – cuando fue alabado al entrar en Jerusalén, montado en un pollino- como en los momentos terribles y oscuros de la crucifixión. Descansó su Cuerpo destrozado, al bajarlo de la cruz, en los brazos de su Madre; y se apareció por primera vez, en su Resurrección, a María. A ella la llamó por su nombre, y le permitió ser el primer testigo de su Gloria. Nadie me puede hacer creer, desgranando las palabras del Evangelio, que Dios no nos ha elegido para cosas grandes ¡las más! Lo que ocurre es que siempre queremos aquellos que no tenemos; y hablamos de justicia, cuando ésta no es dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que le corresponde. Y fue el propio Jesús el que dispuso un lugar privilegiado en su sacerdocio común y participativo, para cada una de nosotras. ¡Descubrámoslo! Y, sobre todo, no nos dejemos manipular por “los cantos de sirena” de aquellos que, a lo mejor sin darse cuenta, sirven a los planes del Maligno.