26 de septiembre de 2014

¡Somos cristianos, por la Gracia de Dios!



Evangelio según san Lucas 9, 18-22:

Y sucedió que mientras Él estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y él les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos respondieron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado». Les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro le contestó: «El Cristo de Dios». Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día».

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, que contemplamos hoy, es una clara continuación del que meditamos ayer, donde el Tetrarca Herodes se preguntaba –sin mucha intención de hallar la respuesta verdadera- sobre quién era Jesús. Ahora, es el propio Maestro el que, desde estas páginas del texto sagrado, nos pregunta sobre quién es Él, para cada uno de nosotros. Nos insta a la reflexión profunda y al encuentro de nuestro yo, ante una contestación que implica hasta la última cuestión de nuestra vida. Porque reconocer a Cristo como el Hijo de Dios, equivale a entregarle nuestro ser y nuestro existir; lo que somos y lo que queremos ser; nuestro presente y nuestro futuro.

  Responder con Pedro, y como Pedro, que ese Jesús Nazareno es el Mesías de Dios, es hacerse uno con el Apóstol y, como Iglesia, caminar unidos al Magisterio, por los caminos que conducen a la salvación. No debe importarnos la opinión variopinta de la gente que, como veis –ya entonces-  respondían sin interiorizar el misterio. Eran ridículas esas contestaciones, cuando el propio Maestro respondía sobre Sí mismo, revelando su más íntima condición divina y humana. Lo que ocurre es que, como sucede siempre, ellos habían sacado sus propias conclusiones, basadas en sus propios prejuicios; sin pararse a escuchar las palabras del Señor y, desde luego, sin haber requerido ninguna de sus enseñanzas. Todos sabéis que, cuando sus discípulos no entendían su mensaje, o bien, no veían con claridad el contenido de una parábola, le pedían a Jesús que se lo explicara y Él, con amor y paciencia les desgranaba cada frase, cada sílaba, cada intención… pero era mucho más fácil para todos aquellos que no querían compromisos, opinar sobre las conclusiones que otros habían entresacado; sin darse cuenta de que, solamente el encuentro con Cristo puede darnos la luz de la fe, que iluminará la oscuridad que el diablo ha tejido a nuestro alrededor.

  Pero el Maestro no quiere engañar a nadie, ante las dificultades que entraña seguir sus pasos; y les recuerda que llegarán unos momentos difíciles, donde serle fiel implicará resistir la prueba del dolor, el desaliento, la tristeza y la soledad. Parece que Jesús quiere que sepamos, todos los que le confirmamos con palabras como el Hijo de Dios, que va a querer que se lo ratifiquemos con hechos, cuando ser testigos de su Nombre, equivalga a vencer la propia tribulación.

  Él, que es Maestro de todos, nos enseña a vivir como cristianos, descansando en las manos del Creador. Y, sobre todo, a ser capaces de hacerlo cuando parece que todo se hunde a nuestros pies. Es entonces, y sólo entonces, cuando somos conscientes de que nadie en este mundo puede compartir nuestro dolor, cuando Jesús nos evoca esos momentos en los que, cosido al madero por nosotros, nos llama a la gloria de su Resurrección. Nos dice que Él es la esperanza y la alegría de todos los que le hemos reconocido, como la Promesa de Dios.

  Y, ante esta actitud personal y vital, no lo olvidéis, solamente cabe una respuesta: anunciar al mundo entero, con nuestras obras, lo que confirmamos con nuestras palabras. Que creemos firmemente que ese Jesús Nazareno, que nadie en su sano juicio puede negar a la historia, es el Verbo encarnado que ha venido a este mundo para salvarnos, si nosotros le dejamos. ¡Somos cristianos, por la Gracia de Dios! Por favor, no lo olvidemos nunca.