Hoy
es un día de gozo para toda la Iglesia, porque ha sido beatificado Don Álvaro
del Portillo. Tengo que reconocer que sentía una profunda admiración por ese
sacerdote, al que conocí hace unos años. Le había escuchado en unas tertulias y
le oí dirigirse a algunas de aquellas personas, que formaban parte del Opus Dei.
Siempre me impresionó como era posible, que teniendo tan poca facilidad de
palabra, consiguiera llegar a lo más profundo del interior de los seres humanos
a los que se dirigía; y tuve que reconocer, con el tiempo, que a través de él,
hablaba el Espíritu Santo.
Recordé lo que
tantas veces le había dicho el Señor al profeta Jeremías, cuando éste temía no
poder cumplir su misión, por su tartamudez. Y como el propio Dios, cómo ha
hecho muchas veces, le recordó que sería Él el que pondría en sus labios, sus
palabras. Sí, Don Álvaro era la muestra tangible de cómo el Padre había elegido
a ese hijo, para cumplir una misión en la tierra. Y nadie podía llevarla a
cabo, mejor que él. Siempre estaba dispuesto a cumplir la voluntad divina. A ir
donde hiciera falta. Y a ser un servidor entre los servidores.
Ese sacerdote
madrileño fue, como he oído hoy muchas veces a aquellos que elaboraban una
biografía suya, la personificación de la humildad. No hacía falta que se
mostrara de ninguna manera determinada, porque esa virtud tan humana, cobraba en
su forma de ser y de hacer, una trascendencia divina. Recordé, con alegría,
como esa Virgen –a la que él tanto amaba-
le había enseñado el camino de la
santidad, a través de forjar un carácter que se apoyaba en la templanza, el
respeto y la renuncia. Gustó de hacer el bien en silencio; y, como todas las
mentes privilegiadas, no necesitó jamás del aplauso general. Solamente quería
cumplir con el trabajo bien hecho, que se le ofrece cada día al Señor.
Sí; hoy ha sido
un gran día. Como lo fue aquel en el que beatificaron a todos los seminaristas,
que murieron por su fe en Barbastro, en el Pueyo; o el día en que nombraron santo
a Juan Pablo II… Cada vez que la Iglesia eleva a los altares a un santo, nos
dice a todos nosotros, que tomemos ejemplo de su vida. Que ellos eran como
nosotros –con nuestros defectos, debilidades y virtudes- pero se apoyaron en la
Gracia de Dios y consiguieron llevar a buen término la misión encomendada. Que
tenemos unos intercesores maravillosos en el Cielo, porque ahora ya están con
Cristo y participan con Él y en Él de su total mediación. Ese es un tesoro del
que gozamos todos los católicos; los de aquí y los de allí. Los que hablamos
idiomas distintos, pero sentimos con un mismo corazón. Y no me importan las
diferentes espiritualidades que conforman el mosaico del Cuerpo de Cristo;
porque cada uno, con sus diferencias, enriquece la totalidad. Todos somos de
Dios; por favor alegrémonos con nuestros hermanos y apoyemos las distintas
perspectivas, que dan la totalidad de la Verdad revelada: Jesucristo.
Necesitamos de las manos, de los pies, de los brazos, del cuello… Todo tiene su
función en el fin global de la salvación. Estemos orgullosos de cada uno de los
distintos proyectos que surgen, porque esto
es la riqueza y, a la vez, la unidad de
la Iglesia. Aprendamos los unos de los otros, porque en eso se basa
la verdadera humildad. Y, sobre todo, estad contentos, porque dentro de la
maldad que cada día vemos, Nuestra Madre nos dice que se puede, si asimos con
fuerza la mano del Señor, seguir los pasos de aquellos que nos han precedido, y
alcanzar la santidad. Todos estamos llamados a ella, no lo olvidéis nunca.