10 de julio de 2014

¡Tenemos un deber!



Evangelio Mt. 10,7-15:

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad».

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo es una prolongación de esa llamada que hizo Jesús a sus discípulos para que, siendo Iglesia, cumplieran con fidelidad y urgencia la misión que les había encomendado: Los envía para que anuncien que, ante la llegada del Reino de los Cielos, es necesario e imprescindible convertir el corazón a Dios. Pensad que tal vez esta noche, cualquiera de nosotros puede encontrarse ya en la presencia divina. Por eso es tan importante nuestra tarea, con la transmisión del Evangelio y la llamada a los hombres para participar de la salvación de Cristo, a través de los Sacramentos.

  A veces no sé si somos conscientes del tesoro enorme que el Señor ha puesto en nuestras manos, para que lo repartamos entre todos aquellos que amamos: porque a través de la Penitencia, acercamos a esos corazones heridos al medio necesario para sanarlos de las enfermedades que no les permiten gozar de la alegría cristiana: la envidia, el odio, la maledicencia, la pereza… Es allí, donde reconociendo junto al Señor nuestras miserias y arrepintiéndonos de nuestra vida pasada, los hombres nos levantamos de nuestros tropiezos, curados; y retomamos las fuerzas –con ayuda de la Gracia propia del sacramento- para continuar por el camino que nos conduce al lado de Dios. Es allí, donde decidimos luchar por erradicar el mal en nosotros y poner –a través de la oración y la Eucaristía- los recursos imprescindibles, para no volver a pecar.

  Es en el Bautismo, cuando resucitamos en Jesús a la vida divina y nos hacemos –por los méritos de su Redención- hijos de Dios en Cristo. Por el pecado original estamos muertos a la vida de la Gracia, e incapaces por ello de acceder a esos dones que, desde toda la eternidad, el Padre ha dispuesto para nosotros. Ahora simplemente espera que, en libertad y con una firme decisión, deseemos -o deseen aquellos que nos aman de verdad- recibirlos en las aguas sacramentales; y adquirir el compromiso  de luchar a su lado, para alcanzar y que alcancen la Gloria.

  Volver a la Casa del Padre, de donde decidimos partir, es una actitud que necesita de la voluntad sostenida por la Gracia. Y para tener esa voluntad es necesario tener vida espiritual; y esa vida solamente nos la devuelve el Sacramento Bautismal. Somos como Lázaro, a la espera de oír la voz del Señor para abandonar el sepulcro; o como la hija de Jairo, dormida hasta que oyó las palabras del Maestro. Cristo nos espera en la Iglesia, para hacernos llegar su fuerza y su poder. Nosotros: tú y yo, hemos aceptado el compromiso de ayudar, explicar y comunicar –como discípulos del Señor- a nuestros hermanos la Verdad del Evangelio y la necesidad, para salvarse, de compartir el don de la fe. Jesús sólo quiere que queramos; pero para desear algo hay que conocerlo. Y es ahí donde entramos nosotros, para transmitir con nuestro ejemplo y nuestras palabras, la fidelidad al mensaje cristiano.

  Siempre os digo que, nadie sabe porqué, Dios ha querido necesitarnos y compartir con nosotros el plan de la Redención. Tal vez sea esa locura de amor divino, que quiere que participemos de Su intimidad, mientras Él formar parte de la nuestra. Tal vez sea porque no hay nada que nos haga más Suyos, y a la vez nos haga a nosotros más divinos, que recibir a Jesucristo –con su Cuerpo y su Sangre- bajo la especie Eucarística. Por eso nos dice Jesús, que no intentemos poner precio a ese don que repartimos, porque no hay oro en el mundo que pueda pagar lo que hemos recibido: a Dios mismo.

  Pero también nos advierte el Señor, que es posible que nos encontremos con aquellos que, cómo se refería en evangelios pasados, han cerrado sus ojos a la luz de Dios, y sus oídos a sus palabras. Si es así, y verdaderamente han dado cabida al diablo en su interior –como ocurrió con muchos fariseos de su tiempo- no perdamos ni un minuto y dejémoslos responsables de su decisión. Recordemos que Jesús, ante la presencia de Herodes que sólo lo buscaba por una curiosidad malsana, calló. Jamás hemos de violentar la libertad de los hombres, que tan alto preció Cristo pagó por ella. Solamente el Sumo Hacedor juzgará la conciencia de cada persona; porque nosotros hemos sido llamados, no a valorar sus actitudes, sino a intentar mostrarles la realidad divina y la responsabilidad de sus actos. Aceptarlo o no, será una decisión personal que deberá tomar cada uno por sí mismo.

  Simplemente, y eso sí es propio de los discípulos de Jesús, hemos de exponer con veracidad el mensaje cristiano, sin dulcificar su contenido; porque las palabras del Señor no admiten ninguna duda: Dios castigará, como lo hizo con los habitantes de Sodoma y Gomorra, a aquellos que, con pleno conocimiento y total voluntad, decidan dar la espalda a Dios y, consecuentemente, olvidarse de sus hermanos. Pertenecemos a un Padre, inmensamente misericordioso, pero a la vez, inmensamente justo; que no permitirá que por cumplir un deseo, olvidemos un deber: buscar el bien de todos aquellos que, en un momento preciso, el Señor puso a nuestro lado para compartir con nosotros el camino del amor y de la fe.