25 de julio de 2014

¡Sólo así podremos!



Evangelio según San Mateo 20,20-28.


La madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo.
"¿Qué quieres?", le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda".
"No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?". "Podemos", le respondieron.
"Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre".
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos.
Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo:
como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo vemos como Jesús corrige, primeramente, las ambiciones de una madre que sólo aspira a una gloria humana para sus hijos. Para, posteriormente, ampliar a los apóstoles el verdadero significado de lo que implica ser discípulo de Cristo. Ser cristiano, nos dice el Señor, no será nunca recibir honores o esperar alcanzar puestos de realce social; sino unir nuestra voluntad a la de Dios y tener una actitud de servicio. Pero es que con Jesús, servir significa entregar nuestro querer al bien de los demás; y estar dispuestos a testimoniar, con nuestra vida si es preciso, la coherencia de nuestra fe.

  El Maestro no riñe a aquella mujer que, por amor, busca –como todas las madres- lo mejor para sus hijos. Entre otras cosas, porque ella se ha dado cuenta que no hay nada mejor para aquellos que queremos, que ayudarles a que estén unidos al lado de Nuestro Señor. Lo único que hace Jesús, es hacerle rectificar la intención y explicarle que seguir sus pasos conllevará, indiscutiblemente, el encuentro con la cruz. Por eso, antes que nada, les pregunta a aquellos hermanos –Santiago y Juan- si están dispuestos a compartir con Él el dolor, el sufrimiento, el abandono y la muerte, para participar posteriormente de su Gloria. Esa cuestión la plantea el Señor, a todos aquellos que sabe que, porque los ama mucho, les va a pedir mucho. Y ambos, porque están cerca de Cristo, responden sin titubear que aceptan su destino como pilares de la Iglesia y ejemplo para todos los bautizados que reforzamos nuestra fidelidad a Dios, contemplando su sacrificio.

  No hay que olvidar que, aunque Santiago murió decapitado por Herodes y Juan terminó su vida de muerte natural en una isla griega, éste último sufrió martirio en una olla de aceite hirviendo y fue, posteriormente, relegado a vivir en Patmos, sin poder regresar jamás. Es decir, que de formas distintas, el Señor pidió a los Zebedeos que dieran, con su valor y correspondencia, la prueba irrefutable de su amor y su entrega. Porque no hay demostración de amor más grande, que el que está dispuesto a dar lo que más quiere –su vida- por los demás.

  Pero el Hijo de Dios va más allá con sus palabras, y enseña a todos sus discípulos que ser fieles a su Persona y a su doctrina, equivale a no buscar, por los servicios prestados a Dios, ni honra ni poder; sino estar dispuestos a ser servidores de todos aquellos que nos necesitan. Que cada uno de nosotros, como Iglesia, ha de ser el primero en la disposición de ayuda, de trabajo y de apostolado; y, a la vez, el último en la espera de retribuciones por cumplir bien la misión que se nos ha encomendado. Él es el ejemplo vivo a seguir para aquellos que, por inspiración divina, han sido escogidos a ejercer la autoridad en ese Nuevo Pueblo de Dios. Y ese ejemplo equivale a no imponer, sino a amar hasta las últimas consecuencias; a apacentar el rebaño, dispuestos a salir en busca de la oveja perdida, a cualquier hora y en cualquier momento.

  Pedro, que tan bien entendió las palabras del Señor, exhortaba así a los presbíteros que preparaba para continuar la misión salvífica encomendada por el Maestro:
“A los presbíteros que hay entre vosotros, yo –presbítero como ellos y, además, testigo de los padecimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse- os exhorto: apacentad la grey de Dios que se os ha confiado, gobernando no a la fuerza, sino de buena gana según Dios; no por mezquino afán de lucro, sino de corazón; no como tiranos sobre la heredad del Señor, sino haciéndonos modelo de la grey. Así, cuando se manifieste el Pastor supremo, recibiréis la corona de la gloria que no se marchita” (1P5,1-4)

  Dentro de la Iglesia, todos hemos sido llamados a ser fieles testigos de la salvación, para y entre nuestros hermanos. Todos tenemos –como bautizados- una misma vocación con distintos carismas y con diferentes exigencias y entregas. Por eso cuando Jesús nos pregunta si estamos dispuestos a seguir a su lado –con las muchas veces que nos ha advertido de lo que eso conlleva- hemos de estar preparados para decirle, desde el fondo de nuestro corazón, que sólo lo conseguiremos si Él se queda con nosotros a nuestro lado. Que no permita que abandonemos la fe, la vida sacramental y el trato con María. Porque solamente así podremos ¡sólo así!