3 de julio de 2014

¡Que no os engañen!



Evangelio según San Juan 20,24-29.


Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.
Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".
Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe".
Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!".
Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, pone al descubierto la incredulidad de Tomás que, como muchos hombres, buscaba la certeza de lo obvio. Cuando el Señor se apareció por vez primera a aquellos que estaban reunidos, el discípulo elegido no estaba entre ellos. Y cuando escuchó la narración entre gritos de euforia, porque estaban llenos de alegría al comprobar que las promesas de Cristo se habían cumplido y que el Señor había resucitado, el Mellizo hizo lo propio de esas personas que solamente son capaces de confiar, en lo que ellos propiamente pueden corroborar.

  No es nada rara esa actitud del Apóstol, que quiere palpar la realidad de las cosas; y, justamente, el escritor sagrado nos la transmite para que lo tengamos como ejemplo de los que alegan que no pueden creer, porque no pueden ver y son incapaces de hacer un acto de fe. Y quiere que conozcamos su testimonio, porque Tomás    –que es el fiel prototipo del que duda- cuando se encuentra con Jesús, se convierte sin reservas. Él será el paradigma escogido por el Maestro, para hacernos llegar a los hombres de todos los tiempos, que la manifestación de la fe en Jesucristo, debe apoyarse en el testimonio de aquellos que lo han visto. Ese mismo discípulo pasará posteriormente su vida, siendo testigo para los demás de la verdadera Resurrección del Hijo del Dios; y pedirá a los que le escuchan, lo que él en su momento fue incapaz de dar: que pongan la confianza en su persona, y crean en la veracidad de su mensaje.

  Personalmente me hace gracia que, para no comprometernos con Dios, aleguemos que somos incapaces de entregar nuestra voluntad ante las palabras de otros que, de ninguna manera, podemos verificar. Y me hace sonreír esa respuesta, porque en realidad vivimos en un constante acto de fe. Desde por la mañana, cuando nuestras parejas se van al trabajo, confiamos en ellas y, de ninguna manera las seguimos, para certificar que no nos están mintiendo. Pues bien ¡esto es fe! Cuando nos dicen que nos aman, y que somos los únicos que ocupamos su corazón, nos lo creemos…y ¡eso es fe! Cuando un amigo nos habla de un país lejano, que no hemos visitado, en ningún momento dudamos que no exista, o que su apreciación sea incierta ¡eso es fe! Cuando compramos un alimento y nos explican que ha sido elaborado de una manera determinada, no lo ponemos en duda ¡y eso es fe! Cuando nuestros hijos salen por la puerta para ir al instituto, no dudamos de que asistan a sus clases ¡porque les tenemos fe! Y cuando basamos nuestra cultura en la experiencia que otros han recabado, y que solamente conocemos por el testimonio escrito de historiadores que hace siglos que han dejado de existir ¡vivimos de fe! Nos guste o no, somos hombres que existimos poniendo nuestra confianza en la experiencia de los demás; y así debe ser, porque hemos sido creados para ello. Para confiar los unos en los otros, y vivir en la comunión y la entrega del amor.

  Sería un “sinvivir” tener que comprobar todo lo que nos dicen, ya que edificamos nuestro ser y nuestro saber, en la competencia que otros han adquirido y que nos han transmitido. Si quisiéramos demostrarlo todo, nos veríamos en un proceso infinito; y esa desconfianza absoluta recortaría drásticamente a una persona y su vida quedaría reducida al pequeño ámbito de lo comprobable por uno mismo. Por eso la fe es una adhesión personal del hombre, que pone su confianza ante el testimonio del que se revela. Y si Ese que se revela es Dios, esa fe se hace garantía de lo que se espera y es la prueba de las realidades que no se ven.

  Cada uno de nosotros ha asentido a la Palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por la Verdad misma. Ahora bien, no os olvidéis que Nuestro Señor aunque no ha querido que nuestra fe fuera evidente, si que ha querido que fuera conforme a nuestra razón; y por eso nos ha dado junto a los auxilios interiores del Espíritu Santo, las pruebas exteriores de su Revelación: los hechos de la historia; los milagros; el cumplimiento de las profecías; la propagación de la Iglesia… El Padre nos ha dado motivos de credibilidad para que veamos que el asentimiento de la fe, no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu. ¡No os dejéis engañar! Porque la fe, como bien dice la palabra, es fiarse y descansar en el otro; y cuando ese Otro, es Dios, el diablo nos tienta con las dudas y los resquemores. Y es por eso que  necesitamos imperiosamente, para responder al Señor, acercarnos a la fuente  del Conocimiento, de la Sabiduría: a ese Jesucristo que nos espera, en la vida sacramental de la Iglesia.