Evangelio según San Mateo 11,25-30.
Jesús
dijo:
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Mateo nos presenta un texto que se ha denominado en algunas ocasiones, la
joya de los sinópticos; ya que recoge la oración de Jesús, donde llama Padre a
Dios y se manifiesta como su Revelación. Hasta ahora los hombres conocíamos
parcialmente la realidad divina, a través de esa comunicación histórica –que tuvo
lugar con hechos y palabras- donde el Señor escogió a unos hombres para que
fueran los transmisores de su mensaje y nos enseñaran el camino de la
salvación.
En ese momento,
y ante la incomprensión de los seres humanos, el propio Dios envía a su Hijo,
Dios mismo –el Verbo, la Palabra y el Conocimiento- para que, haciéndose
Hombre, hable a los hombres en su lenguaje y les descubra para siempre, la
naturaleza Trinitaria del Sumo Hacedor. Y ante esa realidad, que cierra la
búsqueda infinita del hombre, Jesús -que es la Salvación misma- se alegra y se
llena de gozo ante aquellos que le aceptan, rindiendo su querer a la voluntad
divina. Insiste el Señor, en que para abrir nuestro corazón y permitir que la
luz del Espíritu nos ilumine, es necesario e imprescindible haberlo vaciado de
la soberbia que nos hace creernos sabios, elaborando nuevas teorías y
confeccionando un Dios a nuestra medida.
Jesús se complace
con los humildes que creen en Él; porque
reconociendo su pequeñez y limitación, descansan en su presencia. Se satisface
el Maestro en los que no confían en su propia sabiduría, y aceptan sin
condiciones, la Palabra eterna de Dios: Jesucristo. Él nos enseña, con su
mensaje, que todo cristiano debe ser un fiel ejemplo y transmisor de su Vida y
de su anuncio. Por eso con su “¡Sí, Padre!” testimonia a los hombres su
adhesión al querer de Dios; y nos insiste en que ese, y no otro, debe ser el
modelo que debemos seguir.
Cumplir el
deseo divino, con nuestro ser y nuestro existir, es la finalidad que moverá a
los quieran caminar junto a Jesús, para alcanzar su Reino. Y, a pesar de que
muchas veces nos hemos referido a que ser cristiano equivale a compartir la
cruz de Cristo, es bien cierto que la Ley de Dios nos vincula a ella con lazos
de amor y afecto, que hacen ligero el peso del dolor. Cuando una mujer da a luz
a su hijo, ese sufrimiento que parece casi insoportable, queda convertido en el
medio temporal necesario, para gozar de su bien más preciado. De esta manera,
el Maestro nos insiste en que su “yugo” da paz al corazón; porque nos descubre
el verdadero sentido de la vida y de la muerte; de nuestras circunstancias y de
la propia dificultad.
Cualquiera otra
carga que adquiramos, y que se rija por las normas del deber y no del querer,
nos oprimirá el alma y nos inquietará el espíritu. Sólo Dios, con su amor, nos
permite percibir en su Ley, la mano de un Padre que asiste e insiste a sus
hijos –pequeños, inexpertos y “marisabidillos”- en la necesidad de su
cumplimiento para alcanzar la verdadera Felicidad. Y como camino para
conseguirlo nos insta a imitarle y ser “mansos y humildes de corazón”. Con esa
expresión –no os confundáis- no se premia al pusilánime que se refugia en el miedo y la prudencia para
no hacer nada; sino que se designa a la persona paciente, que desiste de la
cólera y el enojo, porque pone su confianza en Dios y es humilde en su
presencia. Hemos de rezar para que Nuestro Señor nos de un corazón, a la medida
del Suyo; un corazón en el que tengan cabida todos los hombres: los que nos
gustan, y los que no.